Relaciones Mediúmnicas Naturales
El miedo a la muerte es natural, pues el instinto de conservación de los seres es la garantía personal de su conservación y sobrevivencia.
Todo ser es lo que es y quiere continuar como es.
Todas las cosas están sujetas a esa ley de inercia que garantiza la estabilidad y la inestabilidad de las cosas en el flujo eterno de la realidad cambiante.
No obstante, desde que vivía en las cavernas el hombre sabe que sobrevive a la muerte y esa certeza íntima lo libera de la desesperación y lo induce a aceptar e incluso a desear la muerte cuando la vida se le vuelve pesada.
Pero a pesar de esto, el persistente miedo a la muerte generó el miedo a los muertos, lo cual requirió un culto dedicado a los muertos supuestamente convertidos en dioses misteriosos al dejar el cuerpo carnal.
Los dioses son de dos especies: buenos y malos.
Los buenos protegen, pero los malos tienen más poder que los buenos, y conviene mantener relaciones amistosas con ellos.
De esa situación ambivalente del hombre frente a la muerte nacieron los rituales de la muerte y los cultos a los manes o dioses familiares.
Egipcios y sumerios, árabes e hindúes, judíos y fenicios, griegos y romanos, todos tenían sus dioses domésticos y los adoraban y temían.
Las religiones organizadas explotaban esa situación al máximo, y al máximo desarrollaron en los pueblos el temor a la muerte.
Podemos medir el poder de una religión por la capacidad atemorizante de sus rituales mortuorios.
Esa explotación, aunque sirvió para frenar la crueldad de los pueblos bárbaros, dejó en todos nosotros la marca invisible de Caín.
Aprendemos a matar a Abel y a temerlo, porque sabemos que sobrevivirá como un dios que nos puede herir.
Es tan fuerte esa huella en nuestro espíritu que incluso hoy, en los países más adelantados, hay personas sabias e ilustradas que temen violar el secreto de la muerte.
Para ellos los muertos no sobreviven como seres humanos, sino como seres fantásticos en un mundo misterioso.
Por eso, las investigaciones metapsíquicas de Richet, en las que se obtenían materializaciones de espíritus, aterrorizaron a la cultura europea, ya previamente asustada por el atrevimiento de Kardec, “el que no temía conversar con los muertos”.
Uno de los más grandes escritores alemanes, asistiendo a uno de esos fenómenos, exclamó asustado:
“¡Es una profanación de los misterios de la muerte!”
Y hasta el mismo Richet, sólo hacia el final de su vida, admitió en una carta que escribió a Cairbar Schutel.
Mors janua vitae (La muerte es la puerta de la vida.)
Inmunda para los judíos, sagrada para los egipcios, la muerte se revistió con todas las contradicciones del Cristianismo, y el lloro venal de las plañideras antiguas se transformó en las recomendaciones paganas de los sacerdotes, junto con el lamento de bronce de los campanas y las letanías llorosas de los cultos mortuorios.
Las comunicaciones mediúmnicas con los muertos, conocidas tanto por los cavernícolas como por las más avanzadas civilizaciones, perdieron la naturalidad primitiva para transformarse en las voces lúgubres que venían del Más Allá, en reuniones del sabat o a través de evocaciones dramáticas o trágicas con el tono atemorizante de las tragedias de Shakespeare, proferidas por mujeres malévolas del linaje de la Pitonisa de Endor.
Se estableció la más rígida separación entre muertos y vivos lo que dio a muchos muertos, más vivos que los vivos, la oportunidad de presentarse como demonios en manifestaciones ectoplásmicas, en las que el olor del ozono se transformó en el olor a azufre del Diablo.
¡No perturben a los muertos!, – predicaban los clérigos desde los púlpitos, mientras en las mismas iglesias, conventos y monasterios, como en todas partes, los muertos vivían perturbando a los vivos.
Kardec, con más paciencia que Job, se expuso a todo tipo de maldiciones y burlas mientras demostraba que esa interpretación fantástica, no sólo era absurda y contraria a toda la realidad, sino también ofensiva a los seres humanos que habían muerto y resucitado, como el Cristo enseñara y ejemplificara.
Fue dura y tenaz su lucha para restablecer la verdad sobre la muerte.
Le negaron todo: tanto el reconocimiento de su amplia cultura, capacidad intelectual, profundidad en sus conocimientos científicos y sinceridad en sus propósitos, como el mérito de sus investigaciones psíquicas profundas, precursoras de la Psicología Experimental, mediante las cuales descubrió el inconsciente, la catarsis psicológica, las instancias de la personalidad, los arquetipos individuales y colectivos, el sentido oculto de los sueños, la telepatía, (llamada por él Telegrafía Humana), la percepción extrasensorial, y las leyes pertinentes a todos estos fenómenos, al mismo tiempo que le permitieron definir las normas para la curación de los procesos obsesivos que aún hoy aturden y desaniman a los más eminentes psicoanalistas y psiquiatras.
Todo eso le negaron, tratando de reducirlo a la condición de un charlatán codicioso, mientras intentaban defender los intereses profesionales de sacerdotes y médicos ávidos de ganancias.
Solamente una cosa interesaba a Kardec: revelar la verdad sobre la naturaleza y el destino del hombre, probar científicamente su sobrevivencia natural, tal como el Cristo enseñara y probara.
Para eso se agotó en trabajos excesivos, dejando en apenas quince años de luchas la bibliografía espírita fundamental: veinte volúmenes con unas cuatrocientas páginas cada uno.
Él fue también el precursor de la Era Cósmica, de las comunicaciones telepáticas a través del espacio cósmico, de la teoría de la pluralidad de los mundos habitados, de la clasificación de los mundos estelares según su constitución física y el grado de desarrollo de sus poblaciones.
Ciertos Espíritus le hablaban de mundos habitados, de civilizaciones inferiores y superiores a la nuestra.
El los interrogaba, discutía con ellos para evaluar la capacidad intelectual y la pureza espiritual de esos informantes.
Aceptó las informaciones como posibles, pero no las incluyó en la doctrina como verdaderas, pues faltaban las pruebas objetivas, que solamente en el futuro podrían obtenerse.
La teoría como tal, ya estaba integrada en la doctrina, pero las informaciones específicas sobre cada una de ellas, no podía figurar como principio.
En La escala de los mundos, que figura en El Libro de los Espíritus, explica los tipos de mundos basándose en las varias teorías de la evolución de la Tierra.
Utilizó sus conocimientos geológicos y astronómicos para esa labor lógica.
El famoso astrónomo Camilo Flammarion era médium psicográfico y trabajaba con él en reuniones mediúmnicas de la Sociedad Parisiense de Estudios Espíritas.
Flammarion escribió un volumen sobre La Pluralidad de los Mundos Habitados.
Las indicaciones que algunos Espíritus dieron a Kardec sobre la rotación de la Luna, estaban erradas, lo que sólo se verificó más tarde.
En esa época, ese problema no estaba solucionado y no había ninguna teoría lógica al respecto.
Kardec publicó la información con reservas, en la simple condición de teoría.
Hizo lo mismo con relación a Marte y a Júpiter.
Las informaciones sobre Júpiter fueron dadas y por el gran ceramista del Siglo XVII, Bernard Pallissy.
El dramaturgo Victorien Sardou recibió varios diseños psicográficos sobre aspectos de Júpiter, como si fuera el mundo más elevado de nuestro Sistema Solar.
Los diseños fueron publicados con reserva.
Es curioso notar que ese itinerario de investigaciones cósmicas fue precisamente el seguido por las exploraciones astronáuticas contemporáneas: La Luna, Marte y Júpiter, los tres cuerpos celestes que figuran en los primeros sondeos actuales.
En relación a Marte las informaciones recibidas por Kardec fueron comprobadas actualmente, con excepción solamente en cuanto a la población, que los Espíritus dijeron ser primitiva.
Los espíritus consideraban a Júpiter como un mundo de materia bastante rarefacta al punto que los cuerpos de sus habitantes se asemejarían a nuestro cuerpo espiritual o periespíritu, o cuerpo bioplásmico descubierto por las actuales investigaciones rusas en la Universidad de Kirov, y las sondas espaciales soviéticas y norteamericanas dirigidas hacia allá confirmaron la naturaleza más enérgica que masiva de ese planeta, el mayor de nuestro Sistema.
Kardec limitó la Ciencia Espírita al estudio y a la investigación de la vida espiritual y de las relaciones de los espíritus con los hombres.
Al tratar de la pluralidad de los mundos él solamente atendía a un interés lógico de la doctrina, pero siempre aguardando el resultado conseguido por las Ciencias especializadas.
El Espiritismo como visión del mundo, concepción general del Universo, se interesa por todos los problemas de la realidad cósmica, pero no hace afirmaciones temerarias sobre cuestiones que dependen de investigaciones de las ciencias específicas.
Entra en ese problema una cuestión que atañe no sólo al criterio lógico, sino también al conocimiento de las posibilidades humanas en la etapa evolutiva en que nos encontramos.
Los instrumentos de las investigaciones espíritas, como decía Kardec son los médiums, instrumentos de extrema sensibilidad y complejidad.
Todos los médiums están sujetos a interferencias anímicas en las comunicaciones que transmiten.
El alma del médium (que es su propio espíritu) puede, sin percatarse de ello, incluir informaciones suyas personales.
Por eso Kardec siempre aconsejó el examen atento de las comunicaciones recibidas, y el rechazo de todas las que pudiesen ser consideradas sospechosas.
Numerosos médiums desde antes de Kardec, dieron comunicaciones sobre otros mundos, que no pasaban de ser fantasías fácilmente reconocibles.
Esas fantasías, como las recientes de Ramatís, muy divulgadas en Brasil, son siempre consideradas como mistificaciones.
Sin embargo, las interferencias anímicas, puesto que son inconscientes, no constituyen mistificaciones que son elaboraciones conscientes hechas con el fin de engañar.
La seguridad de la comunicación mediúmnica depende del control de los investigadores y particularmente de su experiencia en la práctica mediúmnica.
Muchas comunicaciones que Kardec consideraba válidas, desde su punto de vista personal, las divulgó con reserva, por falta de comprobaciones objetivas.
Esa cautela la transformó en regla doctrinaria.
El criterio kardeciano se mostró seguro a través de más de un siglo de experiencias y los que no lo adoptaron cayeron siempre en situaciones ridículas, muchas veces afectando el propio concepto de la doctrina ante los que no conocen el problema.
La naturalidad de las comunicaciones mediúmnicas, y por tanto de las relaciones entre los espíritus y los hombres, se destaca en las investigaciones de Kardec.
No hay miedo alguno a los muertos que, influyendo supersticiosamente, obligue a que se acepten esas relaciones.
Los espíritus son considerados como seres humanos naturales, desprovistos tan sólo de sus cuerpos carnales.
Simplemente cambiaron de ropa al viajar hacia otra dimensión de la realidad, la cual escapa a nuestros sentidos físicos.
La muerte se transforma en la pascua de la resurrección, pues la palabra pascua, derivada del hebreo quiere decir paso, es decir, acción de pasar de un lado a otro.
El espíritu no está revestido de carne, sino de la materia fluídica del periespíritu.
Kardec señaló que esa materia fluídica es semimaterial, esto es, constituida de elementos espirituales y materiales mezclados.
El descubrimiento de la antimateria y del cuerpo bioplásmico vinieron a aclarar las dudas de los sabios al respecto.
Las investigaciones de la Universidad de Kirov, en la URSS, permitieron a los científicos comprobar que el cuerpo bioplásmico está constituido por un plasma físico, es decir, un elemento que Willliam Crookes descubrió en el siglo pasado y al que llamó materia radiante, considerándolo como cuarto estado de la materia.
Los elementos espirituales se mezclan en ese plasma, constituido por partículas atómicas libres (no ligadas a la estructura de ningún átomo) formando así la semimateria del periespíritu, que es el lazo de unión entre el espíritu y el cuerpo material.
El hecho de que la antimateria, al contrario de lo que pensaban los físicos hasta hace poco, no esté separada de la materia, sino que está en su intimidad, explica la constitución semimaterial del llamado cuerpo espiritual.
La imagen de la crisálida que se libra de su capullo para abrir las alas y lanzarse libre al aire en forma de mariposa, tantas veces aplicada a la muerte, confirma su validez en ese importantísimo descubrimiento científico de nuestro tiempo.
El Espiritismo probó que la transformación producida por la muerte no afecta al Espíritu.
Y como la personalidad es el espíritu y no el cuerpo, la identificación de los espíritus de los muertos se hace fácil para quienes los conocieron en vida.
A través de médiums dóciles los espíritus conversan con nosotros con toda la naturalidad, quitándonos la falsa idea de que se volvieron extraños o se metamorfosearon en entidades sobrenaturales.
En las sesiones de voz directa, sin usar el médium como instrumento, sirviéndose solamente de su ectoplasma, esas conversaciones nos despiertan la comprensión de la vida en un sentido que ni los místicos ni los videntes consiguen obtener, por continuar apegados a la idea falsa de lo sagrado o de lo demoníaco, ambos deformantes de la realidad física y de la realidad espiritual.
Las iglesias y las órdenes ocultistas – necesarias en las fases anteriores de la evolución humana -hoy ya no pueden responder más a las exigencias espirituales del Mundo.
Sus rituales, sus dogmas, sus signos y aparatos ya no impresionan a nadie.
Y en la proporción en que las ciencias avanzan en sus investigaciones, la cultura se amplía alcanzando la unidad del Conocimiento, de modo que bendiciones y maldiciones, sacramentos y rezos, todo el formalismo aparatoso de los cultos, los secretos guardados bajo siete llaves y la pompa grotesca y no raramente forzada de los clérigos y mandatarios, guardianes del Arca Sagrada y de los misterios de Isis aparecen a los ojos del pueblo como representaciones de gran aparatosidad teatral.
Estamos en el fin del mundo del chanchullo, de los malabarismos impresionantes, de las sugestiones hipnóticas, de la falsa importancia y del falso poder de los que se dicen ministros de Dios o gurús y yoguis detentadores de poderes sobrenaturales.
Caen las máscaras de la hipocresía en lo moral y en la religión.
El hombre se emancipa y reconoce su condición humana con destino trascendente, pero de una trascendencia que no depende de consagraciones, unciones u ordenaciones de naturaleza secreta.
Los poderes del hombre no son sobrenaturales, están en él mismo, en su intimidad, y lo hacen superar lo común, trascender la condición general a través del desarrollo natural de sus potencialidades morales, intelectuales, afectivas, volitivas y cognitivas.
Fuera de esto, todo son mentiras de un pasado agonizante y ridículo.
Está lejos el tiempo en que el Cardenal Richelieu podía trazar un círculo imaginario a su alrededor, mascullando un misterioso latinajo, para que los adversarios no lo agrediesen.
Por eso, el Espiritismo, en su aspecto religioso (entiéndase moral), que está unido a la Ciencia y a la Filosofía y por consiguiente a la Razón, sólo admite, en la práctica de su culto, LA ORACIÓN ESPONTÁNEA Y EL RECOGIMIENTO EN SÍ MISMO, y, en lugar de los exorcismos paganos, la persuasión y el esclarecimiento; y sobre todo reconoce únicamente una autoridad espiritual en el trato con los espíritus: la autoridad moral.
Fuera de eso, no hay títulos ni fórmulas sacramentales, ni rezos especiales, ni símbolos religiosos que puedan librar a una persona perturbada de los espíritus inferiores que la asedian.
En vez de los rabinos de barbas untadas de óleo aromático y envueltos en sus vestiduras sagradas, o los romanos de barba rapada marcados por el sello de César, Jesús de Nazaret prefirió la túnica de estameña de los carpinteros humildes.
Las quincallerías sagradas y las insignias oficiales nada valen para los Espíritus, que ya no viven en el mundo fantasioso de los hombres.
Liberados del cuerpo material, guardan por algún tiempo las costumbres y hábitos, los falsos conceptos y la estrecha visión de las cosas, según las llevaron desde la Tierra.
Pero poco a poco, por los choques inevitables de sus hábitos terrenales con el nuevo mundo en que se encuentran, se ven obligados a adaptaciones renovadoras.
Los antiguos hebreos, como nos enseña Matim Burbe, consideraban el plano espiritual más próximo a la corteza terrenal como el MUNDO DE LA ILUSIÓN.
En ese mundo, aparentemente semejante al nuestro, pero con muchas características diferentes, los espíritus más apegados a la vida material conservan sus viejas ilusiones lo más que pueden, pero la nueva realidad se impone a cada instante y acaban percibiendo que las vibraciones morales son más poderosas que las tradiciones humanas.
La autoridad mortal no proviene de títulos y posiciones sociales, sino del poder natural del espíritu equilibrado.
Las relaciones de esos espíritus con los hombres son naturales, pues los hombres son espíritus y por todas partes los espíritus se comunican unos con otros.
Esa naturalidad se nos va haciendo más contundente en la medida en que vamos adquiriendo conciencia de que los espíritus están en este mismo plano en que nos encontramos ahora, que son nuestros vecinos dimensionales y que conviven con nosotros.
Tanto los trogloditas como toda la Antigüedad sabían que estamos separados de los espíritus de los muertos por una tenue barrera, uno solo de los velos de Isis, de manera que ellos se mezclan a nosotros e interfieren en nuestros pensamientos y sentimientos, muchas veces a nuestro pedido.
Esto lo demostró Kardec de manera absoluta y la Parapsicología actual sancionó con nuevos métodos de investigación esa realidad en toda su extensión.
La telepatía es una realidad social permanente en las relaciones humanas y en las relaciones del intermundo.
Todos nosotros hablamos constantemente con los espíritus que viven a nuestro alrededor, y no raramente de manera consciente.
El tránsito continuo entre los dos mundos, el de los hombres y el de los espíritus, ocurre a cada instante.
Los que mueren en el más acá van para el más allá, los que nacen en el más acá proceden del más allá.
En esa convivencia multimilenaria el miedo a los muertos es un contrasentido que sólo los prejuicios religiosos y materialistas quieren justificar.
Hablar de la profanación de la muerte, violación del misterio y cosas semejantes es simplemente absurdo, ante esta realidad de las interrelaciones milenarias entre hombres y espíritus.
Las pruebas acumuladas al respecto en las sociedades de investigación psíquicas, en los anales de la Metapsíquica y en la vasta literatura de investigación seria, en obras publicadas por científicos eminentes del siglo pasado y de nuestro siglo, todas ellas actualmente comprobadas por las investigaciones recientes, no dejan margen alguno para dudas.
Las exigencias científicas en ese campo fueron cubiertas por investigaciones rigurosas realizadas por destacados expositores de las Ciencias.
Pero la menor duda levantada, anulaba los esfuerzos realizados y sus innegables resultados.
Los métodos de experimentación bajo control estadístico, en la Parapsicología actual – puestos también en duda – acabaron venciendo la terquedad de los científicos alérgicos al futuro (según la expresión de Remy Chauvín) y la aceptación inevitable de la realidad implicó en el asunto a las áreas ideológicamente materialistas de la URSS y su órbita.
¿Qué más quieren los negadores? ¿Que los llevemos a una asamblea del mundo de los espíritus? Eso no nos compete a nosotros, sino a la muerte, que fatalmente los llevará a ese mundo, sin invitarlos ni pedirles permiso.
El caso de los agéneres es la comprobación objetiva de que esas relaciones mediúmnicas son realmente naturales.
El agénere (no generado) es una especie de materialización espontánea, que ocurre sin reunión especial, sin médiums presentes, en pleno día, en una calle o plaza, a cielo abierto, de alguien casi siempre recién fallecido, que se presenta a un amigo o a un pariente, lo abraza, conversa con él y se despide con naturalidad.
Los casos verificados son numerosísimos.
Como consecuencia, el derecho para tratar de esos asuntos, que las iglesias se reservan para sí y niegan al Espiritismo, es un derecho natural tan propio de los espíritas como de cualquier persona, porque proviene de una facultad natural humana comprobada por manifestaciones espontáneas en todos los tiempos y en todas las latitudes geológicas e históricas de nuestro planeta.
Por José Herculano Pires. Publicado en el libro «Curso Dinámico de Espiritismo». Puedes descargar una copia en PDF desde aquí: