Nos cuenta el mito de los antiguos griegos que Ícaro, hijo de Dédalo, osó huir de los laberintos de Creta, sirviéndose de alas construidas con plumas, pegadas con cera.
Consiguiendo volar hasta las alturas, se aproximó Ícaro tanto del sol que su calor derritió la cera, haciéndolo caer al mar Egeo.
Este fue el castigo para aquel que, desafiando las leyes de la naturaleza, trató de volar más alto que los pájaros.
Su leyenda quedó en la memoria de la historia como sinónimo de aquel que es víctima de ambiciones excesivamente elevadas a las posibilidades del hombre común.
Ícaro personalizó además, una época: el sueño humano de volar como las aves.
Hombres eminentes, en el desempeño de misiones en el mundo, representan esa figura mitológica cuando, dejándose conducir por el orgullo desmedido, alzan vuelos tan altos en la atmósfera de las vanidades humanas que las luces de la altivez les abrasan las frágiles alas, haciéndoles precipitarse a grandes caídas morales.
Pero es preciso considerar que Ícaro no representa tan sólo a misioneros fallidos, sino el deseo de todo espíritu humano, que no se basta así mismo y está siempre alimentando sueños de grandeza que le hagan enaltecer el personalismo enfermizo.
Para estos aseveró Jesús que “todo aquel que se exalta será humillado”(1), pues de la arrogancia pasarán a la pérdida de los valores que les integran la personalidad, en situación exactamente opuesta a aquella orgullosamente pretendida.
Estos movimientos hacen parte de la individualidad humana que aún no conoce el equilibrio y no sabe situarse en la posición de humildad que nos recomendó el Evangelio: “aquel que entre vosotros es el menor, ese es grande.”(2)
El inventor, protagonista de esta historia, fue uno de estos Ícaros modernos que, escondiendo tras de su complexión enflaquecida y frágil un alma altanera y audaz, aspiró a una de las glorias humanas al desafiar las leyes de la gravedad.
Un día deseó convertirse en una gran personalidad e inscribir su nombre en los anales de la historia, como aquel que realizó el mayor sueño del hombre: volar como los pájaros. Es justo imaginarnos que tal encargo, hecho sobre todo de soberbia, podría terminar en tragedia.
El Ícaro de nuestra narración, por estar envuelto en elevada atmósfera espiritual, juzgó tener la genialidad de los grandes sabios, aunque en verdad, apenas copiaba lo que le dictaban por la intuición, nobles entidades de lo invisible, deseosas de auxiliar al progreso humano.
Creyendo que únicamente su inteligencia sostenía a sus frágiles máquinas, se creyó incapaz de fallar, en cuanto el mundo espiritual trabajaba activamente para instruirlo y orientarlo, a fin de que sus arriesgados proyectos no se precipitasen en graves fracasos.
Los periódicos lo señalaban como el héroe del nuevo siglo y, a pesar de su menguada apariencia, era tenido como un gran hombre, aquel que competía con las águilas y osaba desafiar las grandes altitudes.
El mundo espiritual al programar la tarea necesaria al progreso humano, sabía de los riesgos que tal misión acarrearía para aquellos que se empeñasen en su ejecución.
Era necesaria un alma muy humilde para realizarla con la resistencia precisa, para no dejarse abrasar por las ostentaciones humanas.
Al mismo tiempo, el desafortunado deseo de glorias necesitaba ser utilizado como una excusa para el buen éxito de la empresa, pues el alma que aún no alcanzó la madurez no sabe moverse sin que la jactancia le dirija el personalismo rumbo al enaltecimiento enfermo.
El cometido era delicado y difícil, pero era preciso correr sus riesgos en pro de las necesidades del progreso.
Para los escogidos que irían a volar tan alto y experimentar el sabor de las mayores vanidades humanas, el peligro de la caída moral era una amenaza altamente probable, superando ciertamente la posibilidad de precipitarse sobre el suelo.
El inventor no estaba libre de esas amenazas. Conquistó glorias momentáneas en el seno de los pueblos, pero se vio un iluso al darse cuenta de que otros hombres, en otras tierras, también oyeron y respondieron a las llamadas del mundo espiritual, que tenía prisa en la ejecución de sus proyectos, y sembraba ideas en cualquier campo en que pudiesen florecer.
Y estos hermanos le disputaban los mismos méritos por la primacía del fabuloso invento, como patrimonio exclusivo de sus vanidades.
Alimentara la falsa ilusión de poseer la mayor de las genialidades y haber sido el único mortal en vencer las alturas. Pero sus glorias eran falsas como falsos eran sus inventos.
Con desespero, se descubrió tan falible como cualquier otro mortal.
Vio su nombre ser relegado en la galería de la historia por otros que le requisaron la primacía del elocuente hecho.
Medallas, títulos, monumentos y honras llovieron, deshechos de un día para otro como castillos construidos en las movedizas arenas de las ilusiones egoístas.
No bastaron sus hechos, insignes por demás, para un alma en curso por la Tierra.
Él necesitaba de ese predominio para alimentar su orgullo, que ya experimentó el sabor de los laureles humanos.
Después la guerra, sí, la guerra con toda su crueldad, insistía en el uso de la máquina que juzgaba suya, para protagonizar la destrucción, contrariando sus más sinceras pretensiones de paz.
El aeroplano, aquel que insistía en considerar su hijo dilecto, no podía prestarse a objetivos tan viles, y su conciencia, martirizada por el pasado de culpas, le hería más hondo el alma dolorida, hundiéndolo en el charco al que se arrojara.
Su corazón vacío de espiritualismo no encontró consuelo en el respeto y el cariño que su propio pueblo le dedicaba.
Este no le importó el hecho de que otros le hubiesen descalificado del título histórico de padre de la mayor invención de todos los tiempos, fingió no oír e insistió en así considerarlo, alcanzando los picos de la merecida gloria.
Su nombre fue enaltecido y sus hechos valorizados por encima de sus reales méritos. Pero no bastó.
La aclamación que le consagraba su sencillas gentes, distante de las realidades del mundo de entonces, no le era galardón suficiente.
La desilusión se instaló en su corazón y ser héroe tan sólo en su nación no le bastaba para avivar el alma enferma y herida, traumatizada por la caída de las grandes altitudes del espíritu.
El drama estaba tejido y creía no poder evadirse de él, a no ser a través del acto execrable: huir y no vivir más…
Poniendo fin al curso de la propia vida, nuestro Ícaro se precipitó en el abismo de los mayores dolores que el ser humano puede coger.
He ahí la historia urdida en estos sencillos relatos. Un romance de la vida real escrito por quién lo acompañó de cerca como ningún otro.
Revelando las flaquezas y las virtudes de un héroe decaído, sus lecciones visan, no disminuir su imagen en la memoria de un pueblo e importante para el sustento de una nación, sino nuestra educación espiritual, enseñándonos que honras y glorias precisan del equilibrio de la simplicidad y de la humildad a fin de no convertirse en prejuicios evolutivos para aquellos que las protagonizan.
Y exponiéndonos los bastidores de la notoriedad, nos deja entrever que el genio es tan sólo alguien que se capacitó por el propio esfuerzo, a transformarse en un canal receptivo de las corrientes intuitivas que transitan entre los dos planos de la vida.
La enfermedad depresiva y su cortejo de males encuentran aquí una rápida, pero profunda reflexión sobre sus orígenes, enriqueciéndonos con acervo de conocimientos que nos auxilian a entenderla bajo diferenciados aspectos, enclavados en las expresiones del espíritu eterno, buscando sobre todo el establecimiento de medidas seguras para su prevención.
La guerra, fuente de ruinas y de grandes dramas, el mayor de todos los males que el hombre terreno puede emprender, es también abordada en esta obra en un inusitado ángulo, sobre la óptica del espíritu.
Las lecciones de aquellos que la vivieron sobre la dura realidad del lado de acá, son preciosas enseñanzas que nos inducen a adoptar la humildad como norma indispensable de relacionamiento en toda la extensión de la vida planetaria, y a crear todos los esfuerzos para detener la jornada de sufrimientos y destrucciones de los grandes conflictos fratricidas entre los pueblos.
En síntesis, este es el resumen de la obra que tenemos la alegría de presentar. ¿Era realmente necesaria una novela más labrada por la influencia directa de los espíritus, de entre tantas ya escritas?
Ciertamente que la literatura espírita hoy disponible es lo bastante prolífica para solventar toda la necesidad del alma humana, ya desde hace tiempo carcomida por el cientificismo materialista ante la incuestionable realidad del espíritu.
No se necesita, es verdad, de más novedades para llamarle la atención, ni de nuevos hechos que comprueben la veracidad del mundo del Más Allá.
Por eso, esta exposición no trae la pretensión de unirse a la pléyade de literatos del espíritu, pues su relato, a guisa de novela, tan sólo da cumplimiento a las determinaciones del Mundo Espiritual que buscan, sobre todo, mostrar el verdadero rumbo de los acontecimientos que los encarnados pueden apreciar solamente en uno de sus lados. Su valor no está solamente en mostrarnos que la vida continúa, a pesar de todas las dudas del hombre terreno, sino en completar la historia que en verdad se realiza en dos planos de vida y en dos momentos contiguos.
Acercando el curso de los hechos de esta y de la otra vida, uniendo causas y efectos, se entreteje la verdadera sucesión de la historia, en su lógica incontestable, cuando es vista bajo el prisma del espíritu.
Y, así, el hombre en tránsito en el planeta no puede seguir ignorando más que la vida se construye en dos etapas complementarias de experiencias, siempre correlacionadas por la continuidad incuestionable de la línea de la evolución.
Sin duda, muchos dudarán de los hechos aquí narrados, por hallarse aún presos a la ilusión de la materia, entretanto les pedimos tan sólo que los analicen con los ojos del alma, buscando retirar de la letra enseñanzas imprescindibles para la reforma moral que la vida nos causa.
Conociendo de cerca el drama de este Ícaro, ciertamente aprenderemos a valorizar la existencia y a equilibrar los vuelos de nuestro espíritu, para que, conscientes de las amenazas de las grandes altitudes del orgullo y de la vanidad desmedida, no nos dejemos resbalar para el foso de las ignominias humanas.
Adoptando la humildad como norma de vivir, aprenderemos a volar hasta donde nos pueden soportar las frágiles alas del alma aún incapaces de sostenernos sobre los inmensos abismos que nos separan del Infinito.
Comprenderemos definitivamente que las luminosas ideas que promueven el progreso humano no son meras y casuales creaciones de hombres de genio, y sí, realizaciones que obedecen a planos cuidadosamente idealizados por el mundo espiritual, fuente de toda inspiración humana.
Y, finalmente, que la historia no camina al azar y la evolución no se hace al sabor del acaso, sino que se realiza dentro de un edificio conceptual ya preparado, obedeciendo a directrices divinas cuyas extensiones no podemos todavía vislumbrar.
Aunque a penas dos nombres se responsabilicen por la realización de estos hechos, conviene esclarecer que son fruto de un esfuerzo de equipo, como todo lo que se realiza en la vida, sobre todo en nuestra esfera.
Muchos ayudaron, en ambos lados de la existencia y, aunque perdidos en el anonimato, sus contribuciones fueron registradas por la vida, que les recompensará el empeño.
Su autor principal, Adamastor, aunque desconocido del medio espírita, mostrará sus méritos mediante su trabajo y, con discreción, dispensa otras presentaciones.
Agradezcamos el esfuerzo de todos por esta contribución a la historia, aunque los hombres de la Tierra insistan en no reconocerle la incuestionable veracidad.
Y agradezcamos, sobre todo, al Señor que nos permite la oportunidad del tiempo para trabajar a favor de nosotros mismos, engrandeciendo el espíritu en la jornada rumbo a la Eternidad.
Que el Señor nos ampare siempre,
Bezerra de Menezes
Belo Horizonte, Septiembre del 2000
FIN DEL CONTENIDO MEDIÚMNICO
Referencias: (1) Lucas 14:11 – (2) Lucas 9:48
Traducción de «Khalil«
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