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La Esencia del Espíritu: Sobre el Amor

Cierto día en que me hallaba con varios amigos de ambos sexos, se promovió la conversación sobre los distintos modos de amar, cada uno definió como supo, y después de hablar mucho para decir muy poco, me despedí de ellos confiando en que otro día ampliáramos aquella cuestión: ¡Siempre he creído en el amor grande y sublime, jamás en el rastrero o egoísta de los sentidos, que tanto y tanto empequeñece al Espíritu!

Aquel día se había hablado tanto de amor que, por la noche a solas, comparaba y reflexionaba los múltiples pareceres de aquel grupo familiar, y pensando y filosofando sobre esta ciencia secreta que cada cual desarrolla a impulsos de su adelanto, me quedé dormida.

Mi Espíritu tendió su vuelo y, al hallarme en la inmensidad, miré mi cuerpo y exclamé: ¡Qué hermosa es la libertad! ¡Qué grato es vivir lejos de la Tierra, y cuan distinta atmósfera se respira! ¿Qué es lo que yo siento Dios mío? ¡Parece que de tanta felicidad desfallezco! ¡Dadme fuerzas, señor, para que yo pueda volar en busca de ese amor purísimo que vivifica, que nos sublima y regenera!

Yo bien quisiera aspirar toda su esencia y que al volver a mi cuerpo mis miradas, mis frases y mis acciones, fueran efluvios de amor celestial. Es tan bello el amor, que cuando se contempla la inocente mirada del niño, la sonrisa afectuosa del anciano, el beso purísimo de los padres, el cariño sin medida de los esposos, el afecto sincero del hermano, el sacrosanto lazo de la amistad o el compasivo hacia los pobres, siempre es grande, porque llena de satisfacción al Espíritu.

Tienes mucha razón murmuraron a mi oído; piensas bien, y me congratulo de ello. En todas las clases de amor, se puede llegar a lo sublime y hacer grandes progresos.

Miré a mi alrededor, y vi a un anciano de noble aspecto que me sonreía dulcemente; cogí su mano, la llevé a mis labios y le dije:

-No os conozco ni sé quien sois; pero encuentro en vuestra tranquila mirada, un no sé qué inexplicable, que me hace sentir hacia vos un respeto y cariño a la vez, que me da vida y me hace feliz.

-A eso vengo, amiga mía, dijo el anciano estrechándome en sus brazos, a darte vida, a fortificarte con mi cariño, a alentarte con mis frases, a decirte algo del verdadero amor, de ese amor tan cacareado entre vosotros, tan mal entendido por muchos y sólo comprendido por muy pocos. ¿Quieres saber como se practica el amor en los espíritus de gran progreso? Ven conmigo y ten presente todo cuanto veas, grábalo en tu mente y, cuando vuelvas al cuerpo, no lo olvides; porque todo ello te servirá de faro en lo que te queda de existencia.

El fluido de su mirada, acrecentaba mis fuerzas; yo no parecía una débil mujer, no, más bien me asemejaba a un atleta que desafiaba la Tierra, la cual veía a mis pies como una pequeña isla. De tiempo en tiempo, me quedaba absorta contemplando la bella perspectiva que representaba el espacio: por un lado la Tierra, iluminada por la luna, parecía la fantástica aspiración del poeta; por otro lado la naciente aurora, pura como la inocencia; más allá de los mundos rutilantes poniendo de manifiesto la inmensa sabiduría del Eterno; y aquel conjunto de luces diáfanas y nubes de fuego, me parecían en aquellos momentos notas dulcísimas, filosofía profunda, ciencia incomprensible, besos tiernísimos, amor bendito, sonrisa de Dios.

Entonces el anciano, contemplándome y gozándose a la vez de mi alegría exclamó:
-¡Goza pobre Espíritu; goza en las maravillas celestes, y que el hálito de la amorosa Providencia te fortalezca!

Momentos después nos fuimos acercando hacia la Tierra y penetramos en una casa de mediano aspecto, un anciano yacía medio moribundo en un lecho, al lado del cual, se veía una mujer joven aún, y dos niños que colmaban de caricias al enfermo. Éste los miraba con amoroso afán, retratándose en sus ojos la más tierna gratitud.

¿Ves ese pequeño grupo? Me dijo mi compañero, ¡Pues todo él respira amor! Ese anciano que está a punto de exhalar el último suspiro, es esposo de esa mujer y padre de esos niños. Hace tiempo que unos celos infundados, le hicieron abandonar su familia dejándola en la mayor miseria; su esposa que es un ángel con envoltura material, sufrió resignada este contratiempo, y aunque herida en lo más íntimo de su alma, siempre enseñó a sus hijos a bendecir el nombre de su padre; éste, hastiado de la vida, derrochó cuanto le quedaba de sus bienes en poco tiempo, y más tarde, no sólo se vio pobre, sino que también enfermo; cuando se halló en esa situación se acordó de su familia, empezó a reflexionar sobre su mal proceder, y el rubor asomó a su rostro.

Luchaba entre volver a su casa o entrar en el hospital; pero el temor de que su esposa le reconviniera, le hizo decidir irse al último; al hallarse a las puertas de éste, una mujer que a la sazón pasaba, le detuvo diciendo: -¿A dónde vas? ¡Cuánto tiempo hace que te busco y no te encuentro! Aquella mujer era su esposa; él la miró, quiso hablar y no pudo; un frío sudor inundaba su cuerpo, volvió a mirarla; en la frente de su esposa irradiaba la pureza de su alma; en sus ojos se leía la inocencia; en sus labios se dibujaba la sonrisa del amor; aquella mujer cuyo rostro resplandecía de júbilo al encontrar a su esposo, no era ni podía ser criminal; así lo comprendió él, y tomándole una mano y estrechándosela con efusión, le dijo: -Perdóname, María, si en un momento de ceguedad dudé de ti; el culpable soy yo, que no supe mirar bien; déjame que no soy digno de tu cariño. -¿Qué no eres digno de mi cariño, respondió María, cuando te guardo en mi pecho un amor profundo? ¿Qué te deje cuando tu vida es la mía? ¡Oh, no; no me separaré de ti jamás! Te seguiré con mis hijos a todas partes, porque sin ti el dolor me abruma, y la soledad me abate; porque necesito pisar la tierra que tú pisas, respirar el aire que tú respiras, llorar si tú lloras, reír si tú ríes, vivir contigo para ti, formando con nuestros alientos la atmósfera purísima del amor, que a un tiempo, nos eleva al infinito amor de Dios.

Y María, fuego de amor inextinguible, se llevó a su esposo consigo mostrándole a sus hijos. Ha trabajado y trabaja sin descanso, para rodearles de cuantos cuidados están a su alcance; y en este momento ese anciano morirá con la sonrisa en los labios, porque el amor sublime de su esposa, le ha regenerado y le ha hecho feliz.

Si ella no le hubiese sabido amar, él habría dejado la Tierra maldiciendo su existencia y el amor. ¡Aquí tienes amiga mía, ese amor de fuego, que es capaz de dar calor a un planeta, derretir un alma de hielo y hacer progresar a un Espíritu! Verdaderamente, objeté yo, esa mujer sabe amar; y si toda la humanidad participara de ese amor tan grande que, olvida los defectos de sus semejantes para engrandecer al Espíritu, ciertamente seríamos más perfectos.

– Días vendrán, amiga mía, en que sólo un amor puro irradiará en la Tierra, ahora aún es pronto, y los humanos no saben amar sino con los sentidos; la belleza física y el oro, atrae y fusiona de tal modo a los terrenales, que les convierte en idiotas de sus pasiones; según vayan adelantando las generaciones, irán éstas purificando su amor; y entonces, ni las riquezas ni la carne, serán la base del amor como lo son hoy; el hombre sabrá amar y respetar a la mujer, ésta engrandecerá ese amor por medio de su cultura y sus virtudes, sus espíritus se comprenderán mejor, porque estarán más nivelados en progreso, y los efluvios de su amor sincero, extendiéndose sobre sus hijos los harán ser modelos de nobleza; mas hoy en la Tierra, son contados los que saben amar; la mayoría sienten un volcán de amor en su pecho pero es tan sólo por algunos segundos; y los más constantes, en cuanto descubren un insignificante defecto en el ser querido, se aburren y se cansan de ser tolerantes; esto sucede por la pequeñez de sus espíritus, por la ignorancia que les domina y por el orgullo que les amamanta.

El verdadero amor, es ese eco dulcísimo que, resonando en nuestro corazón, nos dice a todas horas, ama con nobleza; es la aurora que nos hace sonreír, el fuego divino que da calor a nuestro ser, la balsámica brisa que con más fruición aspiramos, el efecto que más dilata nuestra alma, la filosofía constante del hombre, el viento de la razón que despeja los sentidos, el aura juguetona que acaricia el pensamiento; a él se aúnan todas las virtudes, por él hemos sido creados, por él progresamos y por él vivimos; porque, siendo Dios amor inmenso, constantemente con él nos alimenta, siendo el verdadero amor, la esencia del Espíritu.

Vuelve a tu cuerpo, amiga mía, y haz que la esencia de tu alma se evapore por la Tierra; ama desde el niño al octogenario, desde el mendigo hasta el que ciñe una corona, desde el amigo, hasta el adversario; ama también a los criminales, porque, quizás estos más que otros, necesitan de amor en ese mundo; y ama la justicia y la razón, para que, envuelta en el amor divino, al dejar la vida terrestre te remontes con los espíritus del amor.

Al terminar el anciano su última frase, abrí los ojos y me hallé sola en mi cuarto, sin espacio, sin luz y sin mi simpático compañero. Mis ideas eran confusas; pero mi voluntad en recordarlo todo, muy grande; pedí a Dios con toda la efusión de mi alma, que no borrase de mi pensamiento aquel recuerdo, y mi súplica fue escuchada; puesto que más tarde, las ideas adquirieron más luz, cogí la pluma y escribí las líneas que anteceden: ¡Qué hermoso es el espacio! ¡Dichoso aquel que con los ojos del alma lo contempla! ¡Cuan bello es vivir entre espíritus de luz! ¡Cuánto alientan!

Yo al despertar, me sentí más fuerte, pero con ese valor que eleva; sentí amor grande, amor sublime para la humanidad entera; aquel simpático anciano de semblante risueño, me había comunicado algo de ese amor del alma que, se siente y no se explica; yo pensaba en su bondad, y recordaba sus frases de cariño.

¡Jamás en la vida he hallado tanta ternura! Sus consejos operaban en mí una metamorfosis moral; y el fuego de su mirada, transmitiéndome un amor dulcísimo, parecía decirme: Fuego es el amor, sí, corriente eléctrica que se transmite con suma facilidad, pero que hay muy pocos que la transmitan, ve tú a engrosar el ejercicio de los que trabajan en pro del progreso, que, la generalidad de los terrenales, tiene frío en el alma y necesita envolverse con la llama sacrosanta del amor. Y desde entonces, las flores con su aroma, las auroras con sus besos, las aves con sus trinos, y la naturaleza en su conjunto, todo, absolutísimamente todo, parece murmurar a mis oídos: ¡Amor puro, amor hasta el sacrificio, amor sublime; porque sin el amor no hay progreso, no hay luz, no hay vida!

Por Amalia Domingo Soler

Publicado originalmente en el periódico espiritista «La Luz del Porvenir» a finales de siglo XIX. Y compilado actualmente en el libro «La Luz del Futuro».

Escrito por Amalia Domingo Soler

Amalia Domingo Soler (Sevilla, 10 de noviembre de 1835 – Barcelona, 29 de abril de 1909) fue una escritora y novelista española, y gran exponente del movimiento espiritista español por sus actuaciones de divulgación y médium psicógrafa. Nota de Zona Espírita: En este perfil se publican contenidos escritos por ella. Las partes subrayadas y resaltadas han sido realizadas por esta web.

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