¿Por qué los sabios no se han apropiado del fenómeno de las mesas giratorias? Se dice: «si los sabios hubieran visto algo serio en ese fenómeno, estarían muy lejos de ignorar hechos tan extraordinarios, mucho menos de tratarlos con desdén, y no estarían todos contra vosotros.
¿Los sabios no son la antorcha de las naciones, y el deber de ellos no es difundir la luz? ¿Cómo podríais pensar que la hubieran apagado cuando una ocasión tan hermosa se les presentaba para revelar al mundo una fuerza nueva?»
En primer lugar, es un error grave el decir que todos los sabios están en contra de nosotros, ya que el Espiritismo se propaga precisamente en la clase esclarecida.
No hay sabios solamente en la ciencia oficial ni en las asociaciones constituidas.
¿El hecho de que el Espiritismo todavía no haya sido aceptado por la ciencia oficial juzga, de antemano, la cuestión?
Se conoce la circunspección de ésta respecto a las ideas nuevas.
Si la ciencia jamás se hubiera engañado, su opinión podría pesar aquí en la balanza; desafortunadamente, la experiencia demuestra lo contrario.
¿La ciencia no ha rechazado como si fueran quimeras una multitud de descubrimientos que, más tarde, han hecho ilustre la memoria de sus autores?
¿Eso quiere decir que los sabios son ignorantes?
¿Se justifican los epítetos groseros que, a fuerza de mal gusto, ciertas personas se complacen en prodigarles?
Seguramente, no; no hay persona sensata que no le haga justicia al conocimiento de los sabios, pero, al mismo tiempo, se reconoce que ellos no son infalibles y que, por lo tanto, su juicio no es la última instancia.
La culpa de los sabios está en decidir ciertas cuestiones un poco a la ligera, confiando demasiado en sus luces, antes de que el tiempo haya dado su palabra, exponiéndose, así, a recibir los desmentidos de la experiencia.
Cada uno es buen juez sólo en lo que es de su competencia.
¿Si deseáis construir una casa, tomaréis a un músico?
¿Si tenéis una enfermedad, os haréis cuidar por un arquitecto?
¿Si tenéis un juicio, pediréis el parecer de un danzarín?
¿En fin, si se trata de una cuestión de teología, la haréis resolver por un químico o un astrónomo?
No, a cada uno su oficio. Las ciencias comunes se basan en las propiedades de la materia, que se puede manipular a voluntad.
Los fenómenos que la materia produce tienen como agentes las fuerzas materiales.
Los del Espiritismo tienen, como agentes, inteligencias que poseen su independencia, su libre albedrío, y no están sometidas a nuestros caprichos; escapan, así, a nuestros procedimientos anatómicos o de laboratorio y a nuestros cálculos y, por eso, no son más de competencia de la ciencia propiamente dicha.
Por lo tanto, la ciencia se ha equivocado cuando ha deseado experimentar con los Espíritus como si fueran una batería.
Ha partido de una idea fija, preconcebida, a la que se engancha, y quiere forzosamente relacionarla con la idea nueva.
Ha fracasado y eso debía ocurrir, porque ha operado en base a una analogía que no existe.
Además, sin ir más lejos, ha concluido negando los fenómenos del Espiritismo: juicio temerario, que el tiempo se encarga, todos los días, de reformar, como ha reformado muchos otros, y aquellos que lo han pronunciado fracasarán en su esfuerzo de negar, tan ligeramente, el poder infinito del Creador.
Las asociaciones de sabios no tienen y jamás tendrán motivo para pronunciarse sobre la cuestión.
Ésta no es más de la competencia de los sabios que aquélla de decretar si Dios existe; es, pues, un error hacer, de las asociaciones de sabios, jueces. ¿Pero quién, entonces, será el juez?
¿Los Espíritas se creen en el derecho de imponer sus ideas? No, el gran juez, el juez soberano es la opinión pública.
Cuando esa opinión esté formada del consentimiento de las masas y de las personas esclarecidas, los sabios oficiales la aceptarán en la condición de individuos y experimentarán la necesidad de ella.
Dejad pasar una generación y, con ésta, los prejuicios del amor propio que se obstina, y veréis que será del Espiritismo lo mismo de otras tantas verdades que se han combatido y que ahora sería ridículo poner en duda.
Hoy, son los creyentes los que son tratados como locos; mañana, será el turno de aquellos que no crean, del mismo modo que se trataba, antiguamente, como locos a aquellos que creían que la Tierra giraba, lo que no le ha impedido girar.
Pero no todos los sabios han juzgado de igual modo; hay quién ha hecho el razonamiento siguiente: No hay efecto sin causa, y los efectos más comunes pueden ayudar a encontrar los problemas más grandes.
Si Newton hubiera menospreciado la caída de una manzana, si Galvani hubiera repelido a su empleada tratándola como loca y visionaria, cuando ella le habló de las ranas que danzaban en el plato, tal vez estaríamos todavía por encontrar la admirable ley de la gravitación y las fecundas propiedades de la pila.
El fenómeno que se designa con el nombre burlesco de danza de las mesas no es más ridículo que aquél de la danza de las ranas, y tal vez contenga también algunos de esos secretos de la naturaleza que revolucionan la humanidad, cuando se tiene la clave de ellos.
Se ha dicho además: «Ya que tantas personas se ocupan de eso, ya que personas serias lo estudian, debe haber algo; una manía, un capricho si se quiere, no puede tener esa característica de generalidad; puede seducir a un círculo, a un grupo específico, pero no da la vuelta al mundo».
Aquí está, principalmente, lo que nos decía un sabio doctor en Medicina, hasta hace poco incrédulo y, hoy en día, adepto fervoroso: «Se dice que seres invisibles se comunican, ¿y por qué no?
¿Antes de la invención del microscopio, se sospechaba de la existencia de esos millones de animálculos que causan tantos estragos en el organismo?
¿Dónde está la imposibilidad material de que haya, en el espacio, seres que escapan a nuestros sentidos?
¿Tendríamos, por casualidad, la ridícula pretensión de saber todo y de decirle a Dios que Él no nos puede enseñar nada más?
Si esos seres invisibles que nos rodean son inteligentes, ¿por qué no se comunicarían con nosotros?
Si se relacionan con las personas, deben desempeñar un papel en el destino, en los acontecimientos; ¿quién lo sabe?
Es, tal vez, una de las potencias de la naturaleza, una de esas fuerzas ocultas de las que no sospechamos.
¡Qué nuevo horizonte eso abriría al pensamiento!
¡Qué vasto campo de observación!
El descubrimiento del mundo de los invisibles sería muy diferente de aquél de los infinitamente pequeños; sería más que un descubrimiento: toda una revolución en las ideas.
¡Qué luz puede surgir de eso!
¡Cuántas cosas misteriosas explicadas!
Aquellos que creen son puestos en ridículo; ¿pero qué prueba eso?
¿No ha pasado lo mismo con todos los grandes descubrimientos?
¿Cristóbal Colón no fue rechazado, colmado de disgustos, tratado como insensato?
Esas ideas, se dice, son tan extrañas que la razón las niega; pero las personas se habrían reído en la cara de aquel que hubiera dicho, apenas medio siglo atrás, que, en algunos minutos, se podría mantener correspondencia de un extremo a otro del mundo; que, en algunas horas, se atravesaría toda Francia; que, con el humo de un poco de agua hirviente, un navío avanzaría con el viento en la vertical; que se sacarían del agua los medios para la iluminación y la calefacción.
Si un hombre hubiera venido a proponer un medio para iluminar toda París en un minuto, con un solo reservorio de una sustancia invisible, se lo habría enviado a Charenton(1) .
¿Es, por lo tanto, una cosa más prodigiosa que el espacio esté poblado de seres pensantes que, después de haber vivido en la Tierra, dejaron su envoltorio material?
¿No se encuentra, en ese hecho, la explicación de una multitud de creencias que se remontan a la más alta Antigüedad?
¿No es la confirmación de la existencia del alma, de su individualidad después de la muerte?
¿No es la prueba de la propia base de la religión?
Únicamente, la religión se limita a hablar vagamente de lo que sucede con las almas; el Espiritismo lo define.
¿Qué pueden decir sobre eso los materialistas y los ateos?
Vale mucho la pena profundizar en semejantes cosas.»
Aquí están las reflexiones de un sabio; pero de un sabio sin pretensiones.
Son también las reflexiones de una multitud de personas esclarecidas, que han reflexionado, estudiado seriamente sin prejuicio. Han tenido la modestia de no decir: «No comprendo; por lo tanto, eso no existe».
Su convicción ha sido formada por medio de la observación y del recogimiento.
Si esas ideas hubieran sido quimeras, ¿cómo se explica, entonces, que tantas personas de élite las hayan adoptado?
¿Se puede creer, acaso, que hayan podido ser víctimas, por mucho tiempo, de una ilusión?
No hay, pues, imposibilidad material de que existan seres invisibles a nosotros que pueblan el espacio, y tan sólo esa consideración debería llevar a más circunspección.
Recientemente ¿quién alguna vez hubiera pensado que una gota de agua límpida pudiera contener millares de seres vivos, de una pequeñez que confunde nuestra imaginación?
Ahora bien, le era más difícil a la razón concebir seres de una tal tenuidad, provistos de todos nuestros órganos y funcionando como nosotros, que admitir a aquellos que denominamos Espíritus.
Los adversarios preguntan por qué los Espíritus, que deben empeñarse en hacer prosélitos, no se avienen, mejor de lo que lo hacen, a los medios para convencer a ciertas personas cuya opinión tendría gran influencia.
Añaden que se les objeta su falta de fe; en relación a eso, contestan, con razón, que ellos no pueden tener una fe anticipada.
Es un error creer que la fe es necesaria, pero la buena fe es otra cosa. Hay escépticos que niegan hasta la evidencia y que ni los milagros los podrían convencer.
Hay incluso aquellos que se enfadarían mucho al ser forzados a creer, porque su amor propio sufriría al admitir que se han engañado.
¿Qué contestar a las personas que sólo ven, por todo lado, ilusión y charlatanería?
Nada; se las debe dejar tranquilas y dejar que digan, tanto como deseen, que nada han visto e incluso que nada se les ha podido hacer ver.
Al lado de esos escépticos endurecidos, hay aquellos que desean ver a su manera; que, al haberse formado una opinión, desean asociar todo con ella, no comprenden que los fenómenos no pueden obedecer a su voluntad; no pueden o no quieren ponerse en las condiciones necesarias.
Si los Espíritus ya no se apresuran a convencerlos por prodigios, es porque aparentemente poco se interesan, por el momento, en convencer a ciertas personas a quienes no les miden la importancia como ellas mismas lo hacen.
Es poco lisonjero, se debe reconocer, pero no mandamos en la opinión de los Espíritus.
Ellos tienen una manera de juzgar las cosas que no es siempre la nuestra; ven, piensan y actúan según otros elementos.
Mientras nuestra visión está circunscrita por la materia, limitada por el círculo estrecho en medio del cual nos encontramos, ellos abarcan el conjunto.
El tiempo que nos parece tan largo es, para ellos, un instante; la distancia es sólo un paso.
Ciertos detalles que nos parecen de una importancia extrema son, a sus ojos, infantilidades y, al contrario, juzgan como importantes cosas cuyo alcance no aprehendemos.
Para comprenderlos, es necesario elevarse, por medio del pensamiento, por encima de nuestro horizonte material y moral, y ponerse desde su punto de vista.
No les corresponde a ellos descender hacia nosotros, nos corresponde a nosotros subir hacia ellos, y es a eso a lo que nos conducen el estudio y la observación.
A los Espíritus les gustan los observadores constantes y concienzudos.
Para ellos, multiplican las fuentes de luz.
Lo que los aleja no es la duda de la ignorancia: es la fatuidad de esos presuntos observadores que nada observan, que desean ponerlos en el banquillo de los acusados y manejarlos como marionetas.
Es, sobre todo, el sentimiento de hostilidad y de denigración que esos presuntos observadores traen, sentimiento que está en el pensamiento de ellos, si no está en las palabras, a pesar de las protestas que hacen en contra.
Para esos presuntos observadores, los Espíritus nada hacen y se inquietan muy poco de lo que puedan decir o pensar, porque su turno vendrá.
Es por eso que hemos dicho que no es la fe la que es necesaria, sino la buena fe.
Ahora bien, preguntamos si nuestros adversarios sabios están siempre en esas condiciones.
Desean que los fenómenos estén bajo su comando, pero los Espíritus no obedecen al comando: se debe esperar la buena voluntad de ellos.
No basta decir: «Mostradme tal hecho y yo creeré».
Es necesario tener la voluntad de la perseverancia, dejar que los hechos se produzcan espontáneamente sin pretender forzarlos o dirigirlos.
Aquel fenómeno que deseáis será precisamente aquel que no obtendréis, pero se presentarán otros, y aquel fenómeno que deseáis vendrá, tal vez, en el momento en que menos lo esperéis.
A los ojos del observador atento y constante, surgen masas de fenómenos que se corroboran los unos a los otros. Pero aquel que cree que basta girar una manivela para hacer funcionar la máquina se engaña en extremo.
¿Qué hace el naturalista que desea estudiar los hábitos de un animal?
¿Le ordena hacer esta o aquella cosa para tener toda la libertad de observarlo según su voluntad y conveniencia?
No; pues sabe bien que el animal no le obedecerá.
Observa las manifestaciones espontáneas de su instinto; las espera y las capta en el momento que pasan.
El simple buen sentido nos muestra que, con mucha más razón, debe ser lo mismo con los Espíritus, que son inteligencias mucho más independientes que las de los animales.
____________
*. (1) N. de la T.: hospital para enfermos mentales en Charenton-Saint-Maurice, Francia.
Por Allan Kardec
Texto extraído de Revista Espírita – Periódico de Estudios Psicológicos, junio de 1859