enero 21 2022

ÍCARO REDIMIDO: (9) «Catherine Lyot»

“Aquél de entre vosotros que esté sin pecado sea el primero en arrojar una piedra.”Jesús (Juan 8:7)  

Se hizo de noche y alcanzamos la costra, acompañados de Fausto.

Nos dirigíamos para una gran metrópolis en tierras brasileras y seguíamos al trabajador del Departamento de Embrioterapia, encargado de nuestro auxilio.

Llevábamos a Alberto, resguardado en un envoltorio protector.

Nos elevábamos por una región de densas sombras, atravesando ligeros sin detenernos en las particularidades del triste camino, repleto de angustiosos paisajes.

Al poco, alcanzamos el agitado centro urbano, que aún se encontraba en las últimas actividades del día y los humanos se preparaban para el reposo nocturno.

Continuábamos callados y decididos, pues Fausto sabía con precisión donde dirigirse.

Nos adentramos en la turbulenta región urbana, impregnada de intensas radiaciones mentales, que nos penetraban como dardos agudos y dolorosos.

Entidades vestidas de sombras se movían intensamente en cada vuelta de esquina, motivadas por aspiraciones humanas de bajo tenor vibratorio.

No había dudas: estábamos en región de prostíbulos, en el sub-mundo humano.

Se retiraban los hombres, cansados de sus lides diarias, pero los espíritus amantes de las pasiones carnales despertaban para los placeres nocturnos, agitando de extraños augurios la aparente quietud de la noche terrena.

Adelaide se mostraba asustadiza ante el ambiente nada apacible.

Le ofrecí el apoyo de mi brazo a fin de que se sintiese más segura.

– No te aflijas, hermana, nada tenemos que temer del lugar que penetramos, pues estamos al servicio del Cordero –afirmé, procurando tranquilizarla.- Mantén firme el pensamiento y tu presencia ni será notada por los espíritus vampíricos que se complacen en este ambiente de viles abusos.

 Paramos ante un caserón parecido a un pequeño palacete, protegido por verjas tras  la exuberante vegetación.

Espíritus viciados del sexo se acomodaban sedientos de  placeres de la carne, juntándose en los oscuros rincones, denotando la triste naturaleza del lugar donde nos adentrábamos.

Un carruaje se detenía en las puertas del palacete en el mismo instante en que llegábamos, dejando a una simpática señora, vestida con profusa seducción, exhalando extravagantes esencias francesas, acompañada de una joven de trazos morenos.

– Aquí tenemos a Catherine Lyot, hermanos, la amiga a quien vamos a recurrir en esta noche –nos dijo Fausto, indicando respetuosamente a la mujer madura que llegaba.- Se trata de una francesa radicada en el Brasil.

Como los amigos ya notaron, estamos en una casa nocturna de comercio del sexo donde, infelizmente, tuvimos que buscar socorro para Alberto.

Sé que esperaban mejor ambiente para situar a nuestro amigo, sin embargo en obediencia a las determinaciones que nos llegaron del Plano Superior, este es el lugar que mejor le conviene, y esta la persona más apropiada para recibirlo, tengan certeza de esto.

Aún no sabemos lo que une a los protagonistas de nuestro derrotero, pero estemos convencidos de que están atados por lazos del pasado, cuyos orígenes todavía ignoramos.

Además, fuimos informados de que entidades de planos más altos están interesadas en el socorro a este desventurada amiga y guardan la intención de alterarle los rumbos del destino, llamándola para las responsabilidades ante la vida.

La joven que la acompaña es Rosa, una huérfana, a quien ampara y devota aprecio maternal, a pesar de haber sido livianamente conducida a la misma vida desreglada que lleva.

– ¿Será ella inducida a recibir a nuestro amigo por hijo frustrado, en este caso? No me parece con cara de quien irá a aceptar eso de buen grado –consideró Adelaide.

– Aunque tengamos medios de efectivar el proceso a despecho de su anuencia, es conveniente que intentemos convencerla de la necesidad de aceptar la prueba, aprovechando la enseñanza para renovar los tristes caminos de su vida. Así todo será más fácil y las posibilidades de éxito serán mayores para todos –nos explicó el dedicado trabajador, ya bastante conocedor de su trabajo.

– Catherine –prosiguió el amigo- merece todo nuestro respeto.

No la tratemos con la hipocresía de los hombres, que se utilizan de palabras condenatorias y actitudes de menosprecio, como si le fuesen superiores, pues no tenemos ese derecho.

Sabemos poco de su pasado, aunque identifiquemos en este momento su condición de hetaira(1), en el ejercicio del execrable proxenetismo(2), estemos seguros de que se trata de un valeroso espíritu, antigua monja, desviada de sus intenciones en la presente encarnación.

Esconde por detrás de esta apariencia de refinada mujer de la vida un alma afligida y vacía, profundamente sufrida, pues sabe que este no es el destino para el cual renació.

Se entregó a la prostitución aún en Francia, de donde viene.

Su familia falló en los negocios, después del fallecimiento de su padre y ella, negándose a vivir en la simplicidad, prefirió prostituirse, explotando sus dotes de refinada belleza.

Sus entes queridos la repudiaron por esto y, para no caer en el desprecio, prefirió partir lejos con el único propósito de enriquecerse y reconquistar la posición social perdida en su país de origen.

Y aquí ya se afirmó como persona de prestigio y dotes de conquistas fáciles, aunque, naturalmente, despierte profunda aversión y enemistad en las personas que se consideran en la posición de moralistas.

Se especializó en servir a los señores más enriquecidos de esta sociedad fútil y con eso acumula bienes que le confieren respetable situación económica.

Es la dueña de esta casa y regenta jóvenes para el vil comercio del sexo, a las cuales explota.

E ahí el triste escenario tejido por nuestra desventurada amiga, palco de nuestros trabajos, pero el Señor está con nosotros del mismo modo que está en el corazón de esas infelices.

Naturalmente no podemos apoyar ese abyecto negocio, puerta para profundos dolores del alma, pero como ya nos aseveró el Maestro, no tenemos el derecho de tirarles las piedras de la condenación.

Son tan sólo hermanas cansadas, olvidadas de que son hechas de sustancia divina, merecedoras de nuestros mejores sentimientos.

De inmediato percibimos que el pensamiento de Héctor, el amigo que nos acompañó en las Cavernas, se hacía presente en forma de ondas de reconfortante apoyo, indicándonos que lazos del corazón lo unían a la amiga bajo nuestra mirada.

Respetuosamente, oramos en silencio para que Jesús nos bendijese el empeño y nos permitiese realizar algo en su beneficio.

Catherine se dirigía a sus aposentos a fin de prepararse para una más de sus acostumbradas noches.

Dos entidades femeninas, vestidas de sombras, la esperaban ansiosas, a la entrada del caserón, risueñas y frívolas.

De inmediato percibimos tratarse, no de entidades malévolas, sino livianas, unidas por los ligámenes del sexo, compartiendo con nuestra amiga sus vicios carnales.

La algazara en el salón al que entramos era inmensa.

Espíritus envueltos en tristes actitudes obscenas nos despertaban profunda compasión.

Pestilentes emanaciones, malolientes, nos entorpecían los sentidos, exigiéndonos gran concentración a fin de no afectar nuestro trabajo.

Lo sentíamos por Adelaide, pero ella estaba en condiciones de afrontar el sórdido panorama ante nuestros ojos y, además, de eso precisamente necesitaba adiestrarse para la conducción por el sub-mundo humano, si deseaba servir a los que sufren, pues este era el escenario natural de nuestros emprendimientos asistenciales.

Además, aprendemos con Jesús que no son los sanos que necesitan médicos.

Penetramos en los aposentos de Catherine, acompañándola respetuosamente.

El cuarto, decorado con primoroso lujo francés, nos repugnaba por los tristes efluvios de la más baja lascivia.

En la puerta, un espíritu de aspecto grotesco ejercía la función de guardia del erótico aposento, vigilando aquellos que podían participar del extraño connubio de placeres carnales, pero su bajísima condición vibratoria le impidió notar nuestra presencia.

– El Mal tiene también su organización –dije a Adelaide- y aprovecha para sacar ventajas del comercio con los hombres.

Entidades infelices, cautivas del sexo, se escurrían por entre los muebles, ansiosas por los placeres que la noche prometía, felices con la llegada de aquélla que parecían idolatrar.

Catherine se colocó delante de un gran espejo, revelando su enorme vanidad, disgustada con las pequeñas arrugas que ya amenazaban grabarse en su rostro jovial.

Aproximamos nuestra diestra a su frente para oírle mejor los pensamientos, teniendo en vista que las discordantes vibraciones del ambiente nos obstaculizaban percibirlos de lejos.

La mente le hervía. Pensaba en Abelardo, el joven que continuamente la procuraba en los últimos meses.

Él le despertaba los deseos de mujer hace mucho obscurecidos por los vicios de la sexualidad y exigía exclusividad en las lujurias amorosas.

Deseaba realmente estar con él, pero no convenía mantenerle fidelidad, pues no podía dispensar de sus adinerados clientes.

El pequeño conflicto, entretanto, se diluyó luego en las fantasías sexuales que el recuerdo del joven le suscitaba.

Las ondas mentales que se le escapaban, se reflejaron de inmediato en las infelices desencarnadas imantadas a ella, despertándoles actitudes obscenas, haciéndolas proferir gritos y carcajadas estridentes.

– Son niños inconsecuentes, amigos míos –decía Fausto.- Se dejan hechizar por las emanaciones de las fantasías sexuales de nuestra imprudente amiga, de las cuales no solamente se complacen, sino también se alimentan.

No podemos apartarlas de aquí, pues están imantadas al ambiente.

Como pueden percibir, en la aparente privacidad de este cuarto, se practica realmente un abyecto sexo en grupo.

Todos aquellos que se dejan manchar por los placeres mundanos de este tipo de erotismo, donde no imperan los valores de la afectividad, del respeto mutuo y de la responsabilidad, se ven obligados a compartir con seres de las sombras sus sagradas energías sexuales.

Si los humanos pudiesen observar esta triste realidad,  se molestarían de esta práctica que repugna tanto como ver a trastornados deleitarse en una pocilga sin darse cuenta del hecho.

Un día los hombres aprenderán que el sexo debería ser un acto tan sagrado como una oración.

Fausto tocó cariñosamente la frente de Catherine y le pidió el recogimiento de las ideas en juego, sugiriéndole la figura paterna a quien mucho quería.

Sabía que el recuerdo del genitor hacía mucho tiempo desencarnado le impondría un saludable sentimiento de culpa, llamándole la atención para las responsabilidades de la vida.

La hermana, abriendo inmediatamente uno de los cajones del tocador, posó los dedos sobre una foto antigua donde se adivinaba la imagen del padre y dejó que gruesas lágrimas le corriesen por la cara ricamente maquillada, suplicando mentalmente por el perdón.

Energías de profunda amargura le surgieron en los centros cerebrales de la emotividad en dirección a la región cardiaca.

Fausto, adiestrado en el manejo de las fuerzas vitales, desvió la corriente, concentrándola en una de las sienes de nuestra hermana.

Notamos que, de inmediato, ahí se iniciaba un proceso de dilatación de las arterias temporales.

En el mismo instante Catherine llevó sus dedos a la referida región, sintiendo que le amenazaba una de sus terribles crisis de jaqueca..

– Aprovechemos el valor de la enfermedad que los hombres acostumbran maldecid –dijo el amigo.- Sentimos tener que desencadenarle estos dolores, pero le son un benévolo freno a los desgastes inconsecuentes de las fuerzas que le roban preciosos recursos de equilibrio.

Aunque nos parezca una extraña paradoja, la salud necesita de la dolencia para realizarse, pues es el único lenguaje que el hombre terreno sabe obedecer, ignorante aún de las leyes del equilibrio que le rigen el bienestar orgánico.

No demoró mucho y vimos la decepción en la cara de los espíritus obsesores, al notar que su compañera de placeres se tiraba en la cama, medio condolida y desalentada.

En breve, Rosa, la joven que llegara con Catherine, fue llamada, entrando ligera en el cuarto, trayéndole, ya sabedora de lo que le pasaba, la toalla mojada para atarla a la cabeza, único alivio que experimentaba en estas ocasiones.

El tumulto de los espíritus se sumaba ahora al bullicio de los humanos, pues la casa se llenaba de petulantes oriundos de la alta sociedad local.

Andrajosos de caras frívolas, enmarcadas por sonrisas irónicas de los aprovechadores, disfrazando la lujuria en trajes de etiqueta, exhalaban efluvios pestilentes, mezclados con los olores maléficos del alcohol y del humo, causándonos piedad y repugnancia por la bajeza del alma humana.

– Un bando de obsesores encarnados, explotando corazones infelices que venden placeres fáciles a fin de sobrevivir. ¡Qué triste realidad! –proferí, pesaroso, a Adelaide.

Una frase del Evangelio, entretanto, resonaba en mi mente: “raza de incrédulos y perversos, hasta cuando os sufriré?”(3).

Me sorprendí asaltado por mis reminiscencias, triste y afligido sin el derecho de menosprecio a ninguno de aquellos señores, pues en el pasado ya había pertenecido a sus filas.

Afligidas lágrimas me bañaban los ojos, pero el momento, entre tanto, nos requería el máximo equilibrio y no convenía perturbar el trabajo con mis tristes recuerdos.

Me recogí en sentida oración agradeciendo al Señor por no contarme ya entre aquellos garbosos y disolutos caballeros.

Adelaide, percibiéndome la emotividad, me dirigió cariñosa mirada y en silencio me envolvió en su abrazo de amigable animo sin exigirme explicaciones por la repentina manifestación de sensibilidad.

Traemos muchos recuerdos de la vida en la carne que nos gustaría simplemente apagar de la memoria, pero ellos nos persiguen como fantasmas reticentes, imposibles de aniquilar, exigiéndonos el aprendizaje del equilibrio.

El trabajo a favor de los infelices, el estudio ennoblecedor y el ejercicio constante de sentimientos elevados son los únicos remedios para un alma que desea la regeneración.

En este momento, rompiendo mis amargas pensamientos, un muchacho en traje militar tocaba la puerta de los aposentos de Catherine con fuerza.

En la impetuosidad de su expresión supimos tratarse de Abelardo, el joven que llenaba las fantasías de nuestra amiga poco antes.

Ansiaba estar con ella y le exigía que atendiese sus ruegos de mozo fogoso y apasionado.

Rosa, gentilmente lo apartaba, explicándole que Catherine estaba enferma, pero él, desconfiado, quería comprobar por sí mismo, temiendo que su preferida estuviese en los brazos de otro.

– Necesitamos apartarlo para que no obstaculice los servicios de la noche –pedía Fausto que continuaba operando el campo mental de Catherine, pretendiendo adormecerla.

Intentaba, inútilmente, apaciguar al compañero imprudente, cuando un robusto marinero, enterado de lo que pasaba, reprimió al indignado, diciéndole que se calmase, pues “madame Catarina” no era propiedad de él.

Fue lo que bastó para que los dos se encarasen, amenazando con enfrascarse en salvaje lucha.

Acudieron todos a fin de evitar lo peor, en cuanto los espíritus, sedientos de emociones viles, exasperados, procuraban excitar aún más los ánimos, deseosos de presenciar los sabores de los embates humanos.

Rosa amenazó salir para llamar a la policía, lo que calmó a Abelardo que finalmente consintió en retirarse, no sin antes constatar que Catherine estaba realmente sola.

Ella no tenía fuerza siquiera para levantarse y calmar la situación, apenas miró de lejos para su preferido, serenándolo.

Siendo atendido, se retiró el joven, disgustado y ofendido.

Decepcionados, los espíritus livianos retornaron a las motivaciones de sus placeres y la casa volvió a su rutina.

Con gran alivio agradecimos a Dios por el buen fin de la situación que podría haber perjudicado nuestros planes, atrasando aún más el socorro a Alberto, ya sin condiciones de esperar más tiempo para el ingreso en la carne.

Catherine, después de unos accesos de vómitos, sintió agotarse sus fuerzas físicas y finalmente se adormeció.

Los obsesores viendo que nada más conseguirían, la dejaron sola y, sedientos de placeres,  salieron en busca de otros voluntarios para sus innobles ofrendas.

Finalmente el ambiente se acomodó en un poco de sosiego y pudimos crear un escudo magnético en torno de su lecho, higienizando un poco su envilecida atmósfera vibracional.

Desprendiéndose del cuerpo físico, se sentía rodeada por efluvios de inefable paz jamás aspirados.

Mientras Fausto se retiraba, demandando otros quehaceres, operábamos el campo visual de Catherine para que pudiese percibirnos y entablara con nosotros algún diálogo.

Al divisarnos, se postró de rodillas, creyéndonos enviados del Cielo.

– ¡Ángeles de Dios, no me manden para el infierno! –decía, en llanto, revelando su conciencia profundamente herida por los exaltados sentimientos de culpa.

– Levántate, hermana, somos tan sólo sus amigos, no somos enviados del Cielo y ni siquiera estamos aquí para condenarte, cualquiera que sea la actitud –le respondí, procurando calmarla.– Contén tu llanto y procura orar a Jesús para que tu alma se reanime en la paz que te envuelve.

De inmediato Catherine comenzó a proferir una sentida oración en francés, acordándose de su niñez, en cuanto Fausto entró en el cuarto acompañado de Héctor, nuestro ya conocido compañero.

– La paz esté con todos, amigos. Es una satisfacción verlos de nuevo, aunque sea en un ambiente tan desapacible para sus sensibilidades –nos saludó el dilecto mentor.– Catherine, como ya previnisteis, es una estimada pupila de nuestro corazón y no podemos dejar de prestarle socorro en esta hora tan importante, en el destino profundamente infausto que trazó para sí misma. Vamos al trabajo.

Tenemos que traerle la presencia del genitor, único capaz de moverla del lodazal en que se arrojó.

Sin embargo, se encuentra él reencarnado, en plena infancia, y demandaríamos precioso tiempo preparándolo para una incursión en el pasado. Sólo nos queda engañarla, amigos míos.

Con el debido respeto, me haré pasar por él, pues así se hace necesario para su propio bien.

En seguida, aprovechando el potencial de oración en que se encontraba Catherine, todavía de rodillas, extasiada ante las luces espirituales que la iluminaban, Fausto operó sus centros mnemónicos, copiándole la imagen del padre y proyectándola, a través de una sorprendente manipulación ideo-plástica sobre Héctor, que se vistió así con la exacta figura paterna.

Viéndose delante del querido padre, estalló en convulsivo llanto, suplicándole perdón, como un niño sorprendido en reprochables travesuras.

– ¿Qué hiciste, hija mía, de la moral y de las costumbres aprendidas en la infancia? –le preguntó Héctor, con la figura del padre, en el más perfecto francés.-¿qué haces, hija querida, en este ambiente inmundo e indigno de la realeza divina de la que todos somos hechos?

Catherine, sin comprender lo que pasaba, intentaba evadirse para el refugio del cuerpo físico, en inmenso conflicto de conciencia, dividida entre el irrefrenable deseo de abrazar al padre querido y la vergüenza que se le estampaba en el alma manchada de ignominias.

Adelaide y yo le sustentábamos la organización carnal, contraída de temblores espasmódicos, reflejando los estímulos oriundos del espíritu parcialmente desprendido.

– Perdóname, papá, no quería mancharte de oprobios el honrado nombre … –respondió agitada nuestra amiga, tocada en la profundidad del alma.- Compadécete de mi infortunio que ya me sirve de oneroso castigo… ¡Perdóname!…

– El perdón genuino, entre aquellos que no alcanzaron aún la madurez del espíritu, sólo es posible ante la sincera disposición de transformación de quién lo suplica. Si reconoces el error, nada te imputa mayor desdicha que persistir en el, hija querida, volviéndose así difícil la oferta del perdón sincero. Prométeme que abandonarás el sendero de la corrupción en que transitas, y entonces moveré los Cielos y la Tierra para traerte la felicidad que ansías.

– ¡Dame fuerzas para eso, padre mío! No quiero ya más la penuria del pecado que me sofoca el corazón, pero no tengo otros caminos por donde transitar. ¡Ayúdame, padre querido… perdóname…! –suplicaba en abierta humillación, sometida por la conmoción intensa que le nacía del alma dolorida.

– Hay un medio de apartarte del atolladero en que te sumerges, querida mía. ¿Ves a los espíritus amigos que te amparan en este momento? Ellos te traen un hijo como dádiva preciosa del Cielo, y con él, una esperanza de redención. Acepta de buen grado el regalo de Dios y tu vida se transformará…

– Padre, no puedo aceptar lo que me pides, no soy digna de la maternidad… traigo el seno plagado de culpas y vicios…

– Tu empeño sincero en la reforma íntima y la dedicación al bien serán suficientes para llenarte de luces, deshaciéndote los nudos del pecado, hija. Abre el corazón y acepta, tan sólo eso te pedimos.

En ese momento, Fausto le ofreció un hermoso bebé, rodeado de líneas de fuerza ideo-plasmáticas, copia viva y perfecta con la finalidad principal, no de engañarla, sino de sedimentar en su obnubilada mente el realismo del acto que se hacía necesario.

Ante la oferta, Catherine, deshecha en lágrimas, motivada por sublime sentimiento maternal y sintiéndose aliviada por merecer la consideración de aquellos que imaginaba enviados de los ángeles, abrió las puertas de su corazón, extendiendo los brazos para recibir en su regazo el favor divino.

La conducimos al cuerpo físico, a fin de permitirle recuperarse de las intensas emociones vividas y que pudiese guardar reminiscencias claras de los momentos vividos.

Despertando, lloraba entre conmovidos sollozos, sintiendo todavía la presencia del hijo en el regazo, y la figura del padre querido, reales y vivos en la memoria.

Después de un breve intervalo en que le permitimos reposar las enseñanzas recibidas, le inducimos a un nuevo sueño reparador, con el fin de cerrar la tarea.

Fausto, por medio de delicadas operaciones magnéticas, fijaba Alberto, miniaturizado en estacionamiento periespiritual, a la cavidad uterina de nuestra amiga donde permanecería, habituándose a las energías maternas en la espera del primer óvulo fecundado, en proceso de nidación(4).

– Terminamos por ahora nuestra tarea, amigos, podemos partir –dijo Héctor.- Agradezcamos a Jesús la provechosa noche de trabajo. Tenemos esperanza de que nuestra hermana encuentre su redención, mediante el proceso doloroso que la espera.

Sabemos cuanto le costará, no sólo cambiar de vida, sino además vivir la frustración del hijo que no vendrá.

Estemos, sin embargo, felices, confiantes de que la sabiduría de la vida opera al espíritu a través del dolor, alabanza indispensable a nuestro progreso, rumbo a la angelitud.

– Y en cuanto al padre, ¿no necesitamos de su consentimiento en el proceso? –interrogó Adelaide.

– El padre será tan sólo el portador de los recursos biológicos para el proceso rencarnatorio y no le solicitaremos responsabilidades que sabidamente no podrá, en absoluto, disponer.

Una prostituta embarazada difícilmente tendrá el reconocimiento de la paternidad en el mundo de nuestros días, amiga mía.

No nos hagamos ilusiones. Las sabias leyes de la vida, entretanto, registrarán el dolo y lo cobrarán de su protagonista en el momento debido, estemos seguros de esto –respondió Héctor con riguroso buen sentido.

– ¿Tampoco necesitaremos estar presentes para la elección de la carga genética más conveniente a nuestro amigo en tránsito en la carne? –insistía  Adelaide con la intención de educarse en la ciencia de la asistencia espiritual.

– En este caso, el proceso trascurrirá en sus propias leyes de atracción, pues nuestro Alberto no precisará contar con un primoroso organismo para dar cumplimiento a las finalidades de su reencarnación.

No es por el hecho de estar ante un suicida, que este, desmerecerá mayores cuidados, sino porque sabemos que será imposible impedir que estampe en las células embrionarias las malformaciones oriundas de la auto-destructividad alimentada, tornándolas inviables.

Infelizmente fue lo que sembró nuestro amigo, y será lo que irá a recoger –esclareció Héctor, diligente para el aprendizaje de mi pupila.

Calmando las ansiedades de la hermana, añadí:

– No te preocupes, acompañaremos de cerca la incursión en la carne, permitiéndote la observación más estrecha del proceso.

Héctor profirió una sentida oración, cerrando nuestros trabajos por el momento.

Solicitando permiso para dejarnos, se retiró, cargando en los brazos a Catherine, adormecida en espíritu, a fin de propiciarle un breve paseo en regiones espirituales más elevadas, refrescándole el alma dolorida y cansada de las amarguras terrenas.                                             

FIN DEL CONTENIDO MEDIÚMNICO


(1) Término que en la Grecia antigua designaba a la mujer disoluta, comúnmente empleado para caracterizar a una prostituta elegante y distinguida.

(2) Acto de servir como mediador del libidinaje ajeno, favorecer la prostitución, mantener prostíbulos o disponer de lugares destinados a fines libidinosos.

(3) Mateo 17:17

(4) Proceso de fijación del óvulo fecundado en el útero.


Publicado en el libro Ícaro Redimido: La vida de Santos Dumont en el Plano Espiritual“ (Obra mediúmnica) de Gilson Teixeira Freire y el Espíritu Adamastor.

Traductor «Khalil» usuario registrado en ZonaEspirita.com

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Información preliminar sobre el tema «Obsesión»

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Escrito por Khalil

Khalil

Traductor del libro «Ícaro Redimido»


Publicado 21 enero, 2022 por Khalil en la/s categoría/s "Libro: Ícaro Redimido