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ÍCARO REDIMIDO: (4) “Rumbo a las Cavernas”

“No es la voluntad de vuestro Padre que está en los cielos que perezca uno sólo de estos pequeñitos.”Jesús (Mateo18:14)

Nuestra caravana, en realidad, se limitaba a nosotros cuatro, no obstante, éramos suficientes para el trabajo.

No iríamos a los confines abismales y no tardaríamos más de un día en la caminada, de modo que no necesitábamos de recursos indispensables para las incursiones en las regiones más profundas del Valle.

Las Cavernas del Sueño quedan cerca y no demandan mayores esfuerzos para ser alcanzadas.

Guardas de Puertas del Valle las protegen constantemente de los asaltos frecuentes de los traficantes de las Sombras, que siempre deambulan por allá a la caza de ovoides perdidos.

En las manos de estos delincuentes, representan mercancía de cambio de estimado valor entre los malignos y, por eso, son muy apreciados.

Si sospechasen que transportamos ovoides, podrían detenernos, en la tentativa de persuadirnos a abandonarlos.

En este caso, los guardas, informados de nuestra misión, nos ayudarían a disuadirlos de cualquier ataque a nuestra caravana.

La presencia de Héctor, entretanto, con su elevado potencial espiritual, era más que suficiente para desestimar cualquier amenaza de estos infelices.

A la señal de Héctor, los guardas accionaron las róldalas que mueven los pesados portones que, rugiendo melancólicamente, se entreabrieron, dejándonos pasar.

Bien en lo alto, divisamos la linterna roja de localización, siempre parpadeante, como un farol costero, orientando la dirección al viajero.

Pocos pasos, sin embargo, eran necesarios para ocultarla completamente de nuestra vista.

Aunque no pueda ser avistada en regiones más distantes, esta señal atrae la dirección de aparatos rastreadores, instrumentos indispensables para los caminantes inexpertos que aún no consiguen orientarse por la percepción de las corrientes mentales.

También traíamos nuestro rastreador, a la manera de brújula orientadora, aunque no necesitábamos de él, pues Olegario y yo efectuábamos frecuentes incursiones en estas áreas, donde ejercíamos el socorro a los ovoides y las conocíamos muy bien.

Héctor traía un mapa con la localización de Alberto, el infeliz amigo que íbamos a rescatar, y nos dejábamos conducir por él, que mostraba seguridad en su orientación y no necesitaba de nuestra sencilla ayuda.

Dirigiéndonos para las Cavernas del Este a pasos decididos y firmes, descendimos por una de las sendas que corta el camino hasta los Acantilados.

Debíamos evitar, a propósito, el trayecto más largo, aunque el más frecuentado por los errantes del Valle, a fin de evitar encuentros desagradables e innecesarios.

A fin y al cabo, si ese es el dominio de los atormentados, es también el reino de los malignos y ellos se creen en el completo derecho de defenderlo como si, realmente, les fuese heredad particular, tratándonos como invasores de sus propiedades.

El paisaje se transformaba progresivamente a medida que descendíamos rumbo a los grandes Abismos.

La atmósfera se vuelve pesada, opresiva, provocándonos cierta dificultad en la respiración.

Una angustia, recordando a los pesares de la muerte física, nos apretaba el corazón.

Un olor fangoso nos invade la nariz con desagradable impresión.

Una niebla fría y húmeda nos viste progresivamente de sombras, descoloriendo la ya débil luz solar.

El suelo, pedregoso e irregular, se cubre de una humedad resbaladiza, irradiando un frío penetrante y gélido.

La escasa vegetación se vuelve paulatinamente mustia, retorcida y espinosa, pareciendo agredir al visitante incauto.

Troncos resecos, tortuosos, sin hojas, trazan lúgubres retoques en el paisaje, prestándole un matiz de ruina y desolación.

Nubes umbrías y amenazadoras rematan el sombrío cuadro, llenándolo de angustiosos presagios.

Enormes piedras, llenas de entrantes y salientes, mostrando cortes puntiagudos, amenazadoras, interrumpen frecuentemente el sendero estrecho e inclinadísimo, obligando a las curvas acentuadas.

A menudo, el pequeño camino es cruzado por otros senderos que vienen de todos los sentidos, dando al visitante la impresión de estar penetrando en un verdadero laberinto.

Estos son los “caminos de nadie”, como aquí son conocidos.

No llevan a ningún lugar y deambulan por ellos los espíritus verdaderamente errantes, perturbados, cuyo único pasatiempo consiste en caminar incasablemente por ellos, sin rumbo, sin destino, vagabundeando permanentemente en fuga de sí mismos.

Poco se divisa a lo lejos, siendo necesaria gran destreza en el sentido de la orientación para no extraviarse por completo en estas intrincadas veredas.

Y, verdaderamente, con frecuencia, caravaneros todavía inexpertos se pierden, necesitando del auxilio de tropas de búsqueda, siempre listas en nuestra colonia para este fin.

El servicio, entretanto, nos entrenó en la orientación y por allí nos movíamos incluso de ojos vendados, pues percibíamos las corrientes mentales y podíamos seguirlas con seguridad como animales de fino olfato que, olfateando las emanaciones traídas por los vientos, pueden guiarse para los lugares de su interés.

Las formaciones rocosas, recordando amalgamas volcánicas de la costra, parecen crecer como troncos, prestando al ambiente una atmósfera de exótico realismo.

Aunque pueda asustar a los neófitos estudiosos del espíritu, tenemos que afirmar que son estructuras calcáreas y graníticas, como las del mundo físico.

Muchos se sorprenden delante de esta afirmativa, pues consideran el Mundo Espiritual confeccionado en substancias fluídicas, lechosas, como mantos diáfanos y no comprenden como es posible divisar aquí rocas tan pesadas y firmes como las de la materia bruta.

Sepamos, de una vez por todas, que el mundo espiritual también es hecho de sustancia urdida en las mismas bases atómicas del mundo físico.

Las dos materias, física y extrafísica, se diferencian tan sólo en la íntima condensación de sus elementos subatómicos, y ambas son de idéntico origen y naturaleza, oriundas de las mismas energías concentradas que forman todo el sustentáculo del universo dinámico y material.

La atmósfera angustiante y el frío gélido reinan junto al silencio casi absoluto y amenazador, entrecortado por lamentos melancólicos y rugidos distantes, intimidadores, avisando a los incautos que están invadiendo territorio ajeno.

Una impresión de amenaza sopla en el aire, sugiriéndonos que en cualquier momento monstruos horrendos pueden atacarnos.

Si el caminante no está experimentado en el ejercicio del autocontrol, se deja dominar fácilmente por el pavor suscitado por las vibraciones del ambiente, capaces de paralizarlo por completo, atrayendo a las entidades de las sombras, siempre atentas a las emanaciones que el miedo irradia.

Sólo el pensamiento firme en los propósitos superiores y la certeza de que no pertenecemos al medio, nos reconfortan y nos protegen.

La presencia de magnos espíritus como Héctor nos confiere serenidad y seguridad, capacitándonos para los servicios con la tranquilidad y confianza que demandan.

A medida que penetramos en las sombras más densas, podemos percibir formas animalescas ocultándose soterradamente entre las sombras o pasando al lado por no percibirnos o por no verse atraídas por nuestros efluvios, en nada coincidentes con sus intereses.

Se sintonizan especialmente con el odio, las emanaciones del pavor o las vibraciones de las grandes culpas como si pudiesen ver esas proyecciones mentales, tal es la habilidad que desenvolvieron para percibirlas, de modo que, si el transeúnte no las exhala, no se deja amenazar por tales infelices criaturas.

Las emisiones que conllevan propósitos superiores del bien, ejercen además una barrera natural, apartando a estos seres por la simple disonancia vibracional.

Aparte de estos monstruos errantes y solitarios, se encuentran en el Valle, con frecuencia, hordas de espíritus malignos en busca de presas fáciles para sus propósitos de dominación o simplemente para dar salida a sus instintos agresivos.

Estos son aquellos que realmente pueden molestarnos, perturbándonos el trabajo.

Forman campamentos provisionales, como cazadores nómadas y se presentan como antiguos guerreros y bárbaros de los tiempos medievales armados, inclusive, de armas semejantes.

Se organizan en base a éticas involucionadas, próximas de aquéllas que imperan entre los animales, donde los más fuertes preponderan sobre los más débiles, subyugándolos según sus intereses.

Poderosos jefes dominan largos territorios y son desencadenadas comúnmente salvajes batallas entre rivales por intereses antagónicos o disputas territoriales, formando un palco de agresiones y alucinaciones colectivas que el hombre encarnado difícilmente podría imaginar existir.

El Plano Espiritual superior, que orienta la evolución planetaria, tolera esos círculos de salvajerías, consciente de las necesidades de redención del alma humana, cercándoles los límites con desvelo y amor, en cuanto aguarda la urgente evangelización del Orbe para que puedan ser saneados y la maldad barrida definitivamente de nuestros paisajes. 

Al alcanzar un pequeño claro entre las rocas puntiagudas, Héctor se paró de pronto, solicitando un minuto de concentración.

Presentía una banda de entidades mal intencionadas aproximándose, ocultamente.

Sin duda, percibieron nuestra presencia y venían a nuestro alcance.

Naturalmente, nos hallábamos provenidos de medios naturales de defensa y los Señores de las Sombras no podían infligirnos sufrimientos.

Pero el buen senso nos convidaba a evitar alteraciones desnecesarias.

Así, era mejor ocultarnos a fin de pasar desapercibidos.

Buscamos, entonces, una entrada más próxima en las rocas, escondiéndonos bien al fondo de una pequeña gruta, en completa oscuridad.

Un fuerte hedor de putrefacción nos asaltó de pronto el olfato, repugnándonos los sentidos, exigiéndonos el ejercicio del autocontrol, para no retroceder despavoridos.

Imperioso era permanecer allí por un breve período hasta que nos sintiésemos seguros.

Héctor, dándose cuenta del hecho y pudiendo divisar en la oscuridad, se apartó de nosotros, como a la búsqueda de algo que le llamaba la atención.

Luego, pudimos oír los ruidos de los espíritus que se aproximaban con alaridos. Gritos y aullidos amenazadores indicaban su disposición de ánimo nada apacible.

– No encontramos señal de los podridos santitos. Vámonos. No están por aquí o huyeron de miedo. Los seguidores del Cordero siempre se acobardan – oímos decir a uno de ellos, en medio del más completo barullo. – Tenemos que hacer más cosas que seguir a esos canallas. Regresemos.

En breves momentos el griterío se disipaba a lo lejos y podíamos proseguir nuestra jornada. Sentía las vibraciones de los pensamientos de Adelaide llenos de recelos, comunes a los neófitos en sus primeras confrontas con los seres de las Sombras.

La acogí a mi lado, a fin de apoyarla en su infundada inseguridad.

Héctor, entretanto, nos llamó la atención, solicitándonos la ayuda.

Un desvalido sufridor yacía en el fondo de la gruta y la caridad nos suscitaba atenderlo como fuera posible.

Este era el motivo del fuerte olor a putrefacción que sentíamos.

Se trataba de un espíritu recién desencarnado, unido al cuerpo físico por ligaduras periespirituales y del cual agotaba las emanaciones inmateriales de la degradación orgánica.

Lo llevamos para fuera con todo el cuidado que la movilización demanda en estos casos.

Ahora podíamos verlo en su adelantado proceso de descomposición. Sin duda, uno de los cuadros más tétricos de presenciar en el Valle.

Tranquilizamos a Adelaide que daba muestras de aprensión, aunque estuviera ya al tanto del hecho en sus entrenamientos anteriores.

La descomposición acomete a los incautos que desencarnan sin la debida preparación para la existencia en el Más Allá, creyendo que el plano físico es la única posibilidad de vida.

Ocurre, también, entre los suicidas que no consiguen desprenderse de su mortuorio orgánico, presenciando en sí mismos los terribles fenómenos de la descomposición.

En su gran mayoría continúan presos a sus féretros, hasta que se agoten los últimos albores de sus energías físicas, remanentes en las carnes debido a la prematura muerte.

Otros son atraídos por imantación a estos parajes, donde permanecen estirados en los lodazales purgativos.

Encontrarlos escondidos en aquéllas cuevas era raro, de ahí nuestro asombro.

Posiblemente fuera llevado allí por espíritus vampiros con la intención de ocultarlo, a fin de aprovecharse de él más tarde, dominándolo para sus indignos propósitos.

Es lastimoso, pero forzoso es compararlo a las fieras que ocultan sus restos para devorarlos más tarde, con tranquilidad.

Huestes rivales de entidades vampíricas disputan estas presas incautas, escondidas por ser fuente de energías vitales preciosas para su sustento.

Como espantajos vivos son lánguidos juguetes en las manos de estos contrabandistas que les extraen todas las fuerzas, abandonándolos en lastimoso estado.

Cautelosamente, para no provocar sobresaltos e intensificar las pesadillas que experimentaba, acomodamos al infeliz en nuestra camilla, a fin de transportarlo para un local más seguro y apacible.

Nada puede conmover tanto los sentimientos de fraternidad que la vista de un ser tan desvalido.

No podemos evitar un condolido pensamiento de compasión y meditar en las razones que llevan a un ser racional terminar en tamaña desgracia.

Conmoción que lanza un grito de interrogación rumbo al Señor de la Vida, como si Él, Padre magnánimo y de Amor infinito fuese capaz de abandonar completamente a sus hijos.

Un ser destrozado, desecho en nauseabunda y repugnante sustancia, pero un hijo Suyo, que guarda un alma hecha de la misma esencia que nos forma, tan sagrado como cualquier ser vivo, ¿cómo puede ser así olvidado de la creación?

Es necesario un gran entendimiento de los mecanismos de la vida para comprender esto, pues de lo contrario nos colocamos, de nuestra parte, revelados contra la sabiduría Divina que debería cuidar de los ignorantes como vela por los animales inconscientes, nunca dejados al azar en la naturaleza.

Si Dios cuida de las fieras y les da las cuevas para protegerse, ¿por qué no vigila con mayor desvelo por sus hijos caídos?

Naturalmente que tales interrogaciones no pueden ser respondidas aquí.

Con todo, guardemos la certeza de que el Señor, con Su infinita bondad y misericordia, sabe lo que hace, no pudiendo ser cuestionado en ningún momento y, mucho menos, condenado por estas aparentes atrocidades de la vida.

La visión del infeliz nos hería el corazón, llenándonos de piadosos sentimientos.

Adelaide no podía contener el llanto y luchaba entre la repugnancia y la extrema conmiseración.

Sólo quién ya estuvo cerca de uno de estos seres consigue aquilatar hasta donde puede llegar la desventura de la rebeldía humana y la importancia de la ciencia del espíritu que, preparándonos para las realidades de la vida después de la muerte, nos protege contra lamentables situaciones.

Conmovido por la caridad me abstengo de describir con detalles la deplorable situación orgánica del infeliz, detallando su grave patología periespiritual.

Lo transportamos sin demora, con toda la delicadeza posible, continuando nuestra caminada, silenciosos, rumbo a nuestro objetivo.

Adelaide nos interrogaba con los ojos, buscando aclaraciones sobre aquél inesperado encuentro y sus razones, pero no era hora para explicaciones.

Al poco pudimos divisar la entrada de las Cavernas del Este.

Uno de los guardas, avisado de nuestra excursión, ya se hallaba preparado para recibirnos, saludándonos a lo lejos.

Aunque ejerciendo intensa vigilancia en las entradas de las Cavernas, nuestros centinelas no pueden impedir del todo la entrada de cualquier interesado, pues no conseguimos el completo dominio sobre el lugar, debido a las vibraciones reinantes y a las condiciones precarias de aquellos que allí se hospedan.

Por fuerza de la Ley, se hacen susceptibles a los ataques de los interesados del mal, a los cuales se prenden por los lazos de la resonancia.

El Bien no puede tener el control absoluto del reino de las Sombras, por propia imposición de la Ley de Dios, que da a cada uno el producto de sus méritos.

Mientras exista la disposición para la maldad, las regiones oscuras también existirán como límites de sus dominios.

La vigilancia apenas puede mantener contactos con nuestra colonia, avisándonos de la presencia de seres perversos y solicitando el socorro para aquellos que se encuentran en condición de recibir ayuda.

Sin embargo para los espíritus traviesos, más inconsecuentes que realmente malos, los vigilantes pueden representar alguna intimidación a sus incursiones a la caza de ovoides.

Penetramos en el largo salón que da acceso a las grutas, auténticas cámaras mortuorias.

Aquí yacen los seres detenidos en el sueño profundo de la completa inconsciencia, perdidos de sí mismos, menospreciando la preciosidad del tiempo, verdaderos paralizados de la evolución, aguardando el día del despertar.

Ni de sueños o meras pesadillas se revisten sus conciencias, ocultas en la más completa oscuridad.

Muchos pueden permanecer en este estado por décadas sin dar muestras de cualquier actividad mental, denotando la gravedad en la cual arrojaron sus almas.

Toda la provechosa vida del espíritu en el plano en que nos encontramos es mal barateada, desperdiciándose las oportunidades de crecimiento y aprendizaje.

Algunos caminan para la ovoidización, como ya explicamos, en cuanto otros son llevados, por la caridad de los amigos, para las reencarnaciones reconstitutivas como única posibilidad de regeneración.

Pocos se restablecen antes de largos años de profundo sueño. De ahí la importancia de nuestra vigilancia, a fin de socorrer con eficiencia a aquellos que dan muestras de recuperación.

Adelaide nos preguntaba, intrigada, en referencia a los motivos de mantener en lugar tan poco acogedor a almas necesitadas de refugio y protección, mucho más infelices que el que más. De hecho, muchos son llevados para las Cámaras de Rectificación, que son acomodaciones más apacibles, en colonias más iluminadas.

Sin embargo, la mayoría de ellos pueden sufrir choques vibratorios en ambientes elevados, a semejanza de la luz que, cuando muy intensa, puede cegar.

La necesidad de permanecer en sombras se traduce así en una obligación para quién no puede soportar el brillo de las regiones superiores sin perturbarse.

Estas cavernas ofrecen el medio adecuado para estas almas, en obediencia a la Ley de Dios, que sitúa a cada uno en el debido lugar de sus reales necesidades.

Y como nuestra colonia, hay otras que cuidan de los desvalidos de esas cavernas, como quién lo hace por niños abandonados.

Manteniendo vigilancia constante, nuestros dirigentes procuran retirar lo más deprisa posible a aquellos que dan muestras de poder soportar sitios más elevados.

Antorchas colgadas proyectan pálidas luces en los recortes de rocas, creando formas trémulas en las paredes del triste salón.

Una atmósfera densa emanando moho y exhalando melancolía y muerte nos envolvió de inmediato al penetrar el local.

El trabajador que allí se adentra necesita de equilibrio emocional para no dejarse abatir por la agonía reinante, paralizando su capacidad de servir.

Por lo menos las Cavernas del Este se conservan más secas por la temperatura que allí se encuentra un poco más elevada, aunque aún muy frías.

La mayoría de ellas, entretanto, son mucho más heladas y húmedas, tornando aún más desagradable la permanencia en ellas.

Depositamos al infeliz suicida recogido en nuestro camino sobre una losa, a fin de socorrerlo como fuera posible.

Héctor lo examinó más detenidamente, en cuanto algunos guardas se aproximaban para observar.

No se podía hacer mucho por él de momento, a no ser intentar inducirlo al sueño profundo, bloqueándole los pálidos residuos de conciencia, a fin de que se desligase definitivamente de sus despojos cadavéricos.

Realizando delicadas operaciones magnéticas, Héctor, adiestrado en el hipnagogismo(1), operaba el tronco encefálico, anestesiando la región talámica, bloqueando así el tráfico de los impulsos que aún provenían de lo que le restaba del distante cuerpo físico, cortándole, finalmente, el lazo fluídico de retención periespiritual.

Un fuerte temblor le sacudió de súbito y, en breve, asistíamos a su respiración estertórica calmándose, adquiriendo ritmo lento, bastante irregular, denotando que el amigo, gracias a Dios, entraba en letargo profundo. Sus ojos espantados finalmente se cerraron, indicando que la terrible pesadilla que lo perseguía, al menos momentáneamente le daría sosiego.

Tal vez así pudiese aclimatarse en las Cavernas, caso de que no volviese a presentar sus terribles delirios, condición entonces que le exigiría otro tipo de socorro.

Por ahora, seguiría dejado allí, aguardando la identificación y el auxilio que requiriese.

Olegario tomaba las providencias, encaminándolo para la debida asistencia.

Adelaide, conmovida, mostraba interés en conocer su historia, para mejor ayudarlo, alegando que si llegó a nuestras manos por vías tan especiales, aparentando ser obra del acaso, era porque le debíamos asistencia.

De hecho, podríamos penetrar en sus registros mnemónicos(2), identificando su drama particular, pero no convenía detenernos en esta tarea, por cuanto teníamos otra más urgente por cumplir.

Infelizmente, justificaba Héctor, no era este el momento y lo que podíamos y debíamos hacer por él había terminado.

Cumplimos esa misión y nuestro otro socorrido, motivo de nuestra jornada, corría el riesgo de la ovoidización, exigiéndonos mayor urgencia en su atendimiento.

Cada minuto era precioso en aquél instante y entregamos al amigo a los cuidados de los guardas de la Caverna que velarían por él hasta que se tomasen las providencias pertinentes, pues esta era una tarea corriente para ellos.

FIN DEL CONTENIDO MEDIÚMNICO

(1) Proceso hipnótico de inducción al sueño (término acuñado en 1865)

(2) Relativo a la memoria.


Publicado en el libro Ícaro Redimido: La vida de Santos Dumont en el Plano Espiritual“ (Obra mediúmnica) de Gilson Teixeira Freire y el Espíritu Adamastor.

Traductor «Khalil» usuario registrado en ZonaEspirita.com

¡Muy Importante leer este Anexo!
Información preliminar sobre el tema «Obsesión»

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Escrito por Khalil

Traductor del libro «Ícaro Redimido»

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