“Bendito aquél que viene en nombre del Señor.” – (Salmos 118:35)
La dirección de nuestros trabajos, identificando en Alberto, el suicida que despertaba en las Cavernas del Sueño, un riesgo inminente de ovoidización, nos convocó para la actuación sin demora.
Olegario, mi dilecto compañero de servicios, me esperaba para la partida inmediata. Teníamos poco tiempo para los procedimientos habituales necesarios a la jornada y debíamos apresurarnos.
No piensen los amigos que podemos penetrar en las sombras sin la debida preparación.
Como los submarinistas de la Tierra, es necesario precavernos con una serie de cuidados específicos.
No es que debiésemos colocarnos escafandras especiales propias para las aguas, sin embargo para visitar las Cavernas del Valle es preciso que se tomen algunas precauciones, si no se es un espíritu superior.
Los espíritus de grandes conquistas evolutivas pueden adentrarse en estos ambientes ocultando sus luces para no ser notados y con sus avanzados patrones vibratorios, generalmente, son inmunes a los fluidos del ambiente.
Nosotros, entretanto, así como la inmensa mayoría de los trabajadores de Puertas del Valle, espíritus de medianas adquisiciones morales, no podemos deambular por el Valle sin adoptar cautelas que nos protejan de las nocivas corrientes vibratorias y nos prevengan del asedio de las entidades de las Sombras.
La absorción de emanaciones mentales maléficas de esas plagas sombrías puede envenenar nuestra constitución periespiritual, perturbándonos con el llamado “mal del caminante de las Sombras”, que nos recuerda al “mal de los navegantes”, pues ambos se manifiestan con síntomas muy semejantes, como mareos y náuseas incontrolables.
Es cierto que, como no estamos imantados por daño de conciencia a las redes del mal que ahí dominan, no necesitamos temer el ataque directo de entidades de las Sombras.
No obstante, no somos del todo inmunes ante el cerco de esos espíritus y podemos sufrir amenazas e incluso ser expulsados de sus dominios, como ocurre muchas veces.
Nuestra sintonía con el ambiente no es completa y, además, no nos liberamos de todo el mal, pues somos seres todavía en proceso de mejoría y no conseguimos ejercer la bondad en toda la plenitud que desearíamos.
Se hace imprescindible el completo control de las emociones para lidiar adecuadamente con los espíritus mal intencionados o traviesos que deambulan por el Valle.
Ellos están en sus dominios y el trabajador debe saber respetarles los límites.
Este debe estar preparado para enfrentarse con situaciones conflictivas y saber abdicar de sus intereses inmediatos, pues el caer en disputas inapropiadas e indignas puede desequilibrarlo fácilmente, indisponiéndole para la tarea y dejándolo a merced de las agresiones del medio.
Por eso, el trabajador que no consigue dominar los propios impulsos ante la maldad ajena y de la injusticia, no está preparado para esta tarea.
El comportamiento inadecuado en las relaciones entre víctima y verdugo debe obedecer, no a un particularismo propio, sino a una pauta determinada por los orientadores, que conocen las motivaciones de tales contiendas y las reales necesidades de cada uno.
Los verdugos de hoy son las víctimas del pasado, y tan merecedores de socorro como aquellos que son maltratados.
Así, vestirse de humildad, controlar con eficacia la rabia y la indignación y eximirse del deseo de tomarse la justicia con las propias manos, son imposiciones indispensables al servidor.
La arrogancia ante los sufridores es igualmente actitud condenable que puede dejar al sembrador en situación embarazosa.
La bondad, la humildad, la capacidad de perdonar y la abnegación deben ser las únicas armas a disposición de aquél que desea servir con Jesús y actuar con provecho para todos.
Se hace necesario, además, esclarecer que el trabajador, para actuar con eficacia en el rescate de entidades sufridoras, debe hacerse visible al medio a fin de interactuar en su mismo nivel de manifestación.
Los espíritus recuperados de aquéllas plagas, transformados en obreros del Bien por la voluntad de servir, continúan siendo visibles a los compañeros de la retaguardia por tiempo indeterminado, penetrando en estos lugares sin mayores inconvenientes.
Estos, sin embargo, incentivados a la reforma íntima y por la constante dedicación al penoso trabajo, terminan por desprenderse de parte de sus inferioridades, volviéndose, paulatinamente, imperceptibles al bajo ambiente en que sirven.
De ahí la necesidad de promover la condensación periespiritual cada vez que retornen a él.
Esta condensación es hecha mediante la absorción de los efluvios atmosféricos del medio por la respiración, pero el proceso requiere adiestramiento, para que no se transforme en perjuicios incómodos para el trabajador, pues si no estuviera subordinado a un control, puede sobrepasar determinado nivel de tolerancia, desencadenando en él los mismos síntomas del “mal del caminante de las Sombras”, indisponiéndole al viaje.
Con todo, llega un momento que el servidor, por el esfuerzo propio, alcanza grado evolutivo tal que la condensación se le vuelve dificultosa y hasta imposible.
Es por esto, preciso que un reclutamiento constante de nuevos elementos, dispuestos a la penosa tarea, renueve frecuentemente el acervo de exploradores de las Sombras.
Además de una esmerada conducta íntima, se requiere del trabajador una presencia personal discreta y simple, para no llamar la atención sobre si.
Colores alegres y vivos no son recomendados, claro está.
Entretanto, para aquellos que se sientan extrañados con la idea de que los desencarnados usen trajes, solo podemos afirmar que la vida y las necesidades en el mundo extra-físico no difieren demasiado de las que se encuentran en la Tierra.
Otro imperativo para sumergirse en las Sombras es el pleno control del miedo.
Como el trabajador se haya adensado, su presencia se vuelve perceptible no solamente a los sufridores, sino también a los seres malignos que las habitan, casi siempre dispuestos a recibirlos con animosidad.
La simple visión de estas entidades, normalmente transfiguradas en formas monstruosas en franca exhibición de agresividad, puede paralizar al servidor bien intencionado, pero no adiestrado en la tarea, anulándole toda la capacidad de servicio y creando dificultades para los demás miembros del equipo.
Por esto, se desarrollan en Puertas del Valle largas sesiones de entrenamientos especializados con el propósito de dominar el miedo con eficacia.
Es necesario estar habituado a la visión de las más terribles maldades del hombre y sus desfiguraciones periespirituales sin dejarse llevar por el pavor.
Como ya pasamos todos por las Sombras, no es difícil, al encarnado, imaginar las horripilantes figuras y los lúgubres paisajes que pueden paralizarnos de terror por su simple visión.
A pesar de la buena voluntad de servir en las Sombras, es necesario además estar acostumbrado a tratar con sus amenazas.
Amenazas que son más ilusiones que reales y que más despiertan pavor que realmente algún daño a nuestra integridad.
Si no traemos la conciencia ultrajada por la práctica de grandes males, no guardamos ataduras con las entidades que se complacen con el ejercicio de crueldades.
Espíritus que son mucho más infelices y necesitados que realmente peligrosos, pueden inhibir y asustar a aquellos que se les muestran susceptibles, actividad en la cual se complacen y de la cual sacan provecho como única fuente de sus parcas alegrías.
Se asemejan a adolescentes inmaduros e inconsecuentes que se deleitan en perturbar el orden establecido por el simple placer de dar salida a sus instintos rebeldes.
Por todas estas razones, la mayoría de las caravanas de socorro está compuesta de espíritus recién rescatados de las Sombras, lo que facilita, y mucho, no solamente sus ambientes vibratorios como también el control del miedo, pues se hayan habituados a sus imágenes desagradables y no se asustan fácilmente con ellas.
La urgencia del socorro que emprenderíamos requería un equipo ya entrenado y por eso fuimos convocados.
A pesar de nuestras parcas condiciones espirituales, Olegario y yo nos encontrábamos preparados para el servicio, conscientes de todos los riesgos y necesidades de la empresa, a consecuencia de los muchos años dedicados a este tipo de actividad.
Contaríamos con la presencia de Adelaide, una compañera aún con poca experiencia, que nos venía acompañando, en obediencia a la dirección de nuestra colonia, a fin de entrenarse en la tarea socorrista, siendo ya conocida nuestra.
Al llegar al Puesto Avanzado, ya estaba ella esperándonos para la partida inmediata.
Dos celosos guardias de Puertas que la acompañaban, se despidieron de inmediato cuando llegamos, volviendo a sus ocupaciones.
Le hacían compañía mientras estaba sola, cumpliendo apenas con las atenciones de nuestra colonia, pues allí no había amenaza alguna a su persona.
En este día, sin embargo, contaríamos con la participación de un nuevo amigo y como su presencia fuera autorizada por nuestros dirigentes, sabíamos que se trataba de un espíritu experimentado en este tipo de servicio. Lo esperamos para la marcha.
El Puesto Avanzado es el verdadero límite entre nuestra colonia y las Sombras.
Un gran muro nos separa del ambiente exterior, recordándonos a las construcciones medievales. Hierbas robustas y resecas le suben por las piedras, espinosas y desprovistas de flores, prestando a sus paredes una ruda belleza.
En lo alto, se vislumbraba un cielo ceniciento, con nubes sombrías y amenazadoras, moldurando permanentemente la extensión del sombrío Valle, donde el sol jamás fulgura con sus rayos de vida.
Al fin llegaba Héctor, a quién esperábamos para la oración antes de la partida.
– La paz esté con vosotros, hermanos – nos saludó con discreción el nuevo amigo. – Sólo puedo pedir a los Cielos que los recompensen por esta hora de servicios en pro de los que sufren. Soy Héctor y me presento como el más humilde de sus compañeros. Traigo de lo Alto la recomendación de rescatar un espíritu amigo que yace en este refugio de dolores. Su hora llegó. Por tanto, partamos sin demora.
Héctor irradiaba tal aura de simpatía que no teníamos la menor duda de tratarse de un espíritu elegido, venido de esferas más elevadas del Plano Espiritual.
Una barba grisácea le enmarcaba el rostro de bondad y sabiduría, exhalando paz e invitándonos a la entrega confiada e inmediata de su afecto.
Sus trajes y su aura nos decían tratarse de un alma religiosa, tal vez algún monje, madurado en la dedicación al prójimo y en la renuncia de si mismo.
Si no veíamos su luz, ciertamente era porque su humildad le inhibía el fulgor a fin de no abrumarnos y no despertar la atención de los infelices seres de nuestros oscuros caminos.
Hacía mucho que no presenciábamos en el Valle un espíritu de tan elevada estirpe acompañándonos, de modo que fuimos inmediatamente invadidos por confortante alegría e indecible sentimiento de paz.
Convocando la imagen de Jesús para abrigar las intenciones y exhortando la presencia Divina, profirió el amigo:
– Recordemos la palabra del Maestro que, en la parábola de la oveja descarriada nos decía: “¿Quién de vosotros es el hombre que, poseyendo cien ovejas y perdiendo una de ellas, no deja a las noventa y nueve en el desierto y va tras de la perdida hasta que la encuentra? Y encontrándola, la pone sobre los hombros, lleno de júbilo y, llegado a casa, reúne a los amigos y vecinos y les dice: ¡Alegraos conmigo porqué hallé la oveja que se me había perdido! Os digo que así habrá mayor alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentimiento”(1) . Es verdad, amigos míos, el cielo no es lugar para disfrutar de felicidades solitarias, por eso el pastor que perdió su oveja es tan infeliz como ella misma, y no descansará hasta que la recupere.
En seguida, cerrando los ojos profirió una oración sin palabras. Sentimos su tórax inflamarse suavemente y un rayo de luz, partiendo de las alturas cayó sobre nosotros, inundándonos de incontenible alegría.
Tuve que contener mi impulso de sonreír, tal era el influjo de energías que sentía recorrerme el interior y la felicidad que, de pronto, me invadía el alma.
Sin más preámbulos iniciamos la jornada rumbo a los portones que nos separaban del Valle, siguiendo los pasos decididos de Héctor, que parecía conocer muy bien el camino.
Nuestra tarea demandaba urgencia y no convenía alargar nuestro tiempo con otras consideraciones que podían ser aplazadas.
En este trayecto, no obstante, aún podíamos entretejer alguna conversación y aprovechamos para conocernos mejor, estrechando los lazos que nos unían en el servicio.
Esta era una oportunidad que no podíamos dispensar, acariciando los beneficios que la tarea nos enseñaba.
Héctor nos informó, percibiendo de inmediato la primera impresión que nos causara, que realmente mi intuición era acertada.
Se hallaba ligado a una orden de naturaleza religiosa, pues se dedicara al sacerdocio en sus últimas encarnaciones.
Vivía en el Monasterio de los Templarios de Cristo, una colonia de los planos superiores, conocida tan sólo como “Templarios”, donde daba continuidad a su formación monástica.
Servía, no obstante, en las caravanas de socorro del Valle y por eso conocía muy bien sus caminos.
– Trabajando en la Orden de los Siervos de Jesús por muchas décadas, pude ejercitar el verdadero amor cristiano y dar seguimiento a mi aprendizaje en la ayuda a los necesitados – agregó Héctor. – Aquí puede mejor el Señor enseñarnos a servir, pues en la tarea de rescate tenemos que renunciar a nuestro bienestar y desprendernos de antiguas comodidades, forjando nuestras almas en el real espíritu del siervo cristiano. Después, sintiendo la necesidad de aprender, para comprender mejor la naturaleza humana, sitúe mis esfuerzos en Templarios, donde, por la gracia del Señor, vengo minando la rudeza de mi alma mediante el beneplácito del estudio y la meditación. Oí, entretanto, las llamadas de un espíritu amigo, conocido de largas eras y no pude negarme a su socorro, pues sentí en él la amenaza de irremediable sumergimiento en la inconsciencia. Por eso, solicité de Puertas del Valle vuestra inestimable ayuda. El socorro, por tanto, como saben, es urgente.
Héctor expresaba en su mirada tal ternura e influjo de bondad que, por un momento, nació en mi alma el ímpetu de echarme a sus pies.
Percibiendo mis sentimientos, el noble amigo desvió sus ojos y, con simplicidad, sentí su pensamiento deshacer en mí cualquier actitud de reverencia
– Fui médico en la Tierra – dije por mi vez, aún evitándole la mirada penetrante que, sin duda, todo ya sabía por la simple incursión en nuestro campo mental. – Estoy aquí con el interés no sólo de aprender a servir, sino también para conocer y estudiar el sufrimiento humano, y de esta forma adquirir mejores condiciones de ayudar sin interferir. Mi vida se caracterizó por el gran apego a las riquezas de la materia y no pude evadirme del desespero al verme privado de todos los bienes. Me volqué en la bebida hasta conformar el suicidio, que me trajo para este Valle lúgubre. Aquí permanecí por muchos años, consumiendo mi inferioridad en las Cavernas del Sueño hasta ser socorrido por los samaritanos de Puertas del Valle. Como se ve, no hago nada de más a no ser dar mi cuota de pago por todo lo que recibí de los amigos que hoy componen, prácticamente, mi familia. Después de mucho tiempo fui elevado a la condición de médico socorrista, título para el cual no tengo méritos, pero trato de desempeñar lo mejor que puedo.
E, indicándole a Olegario, continué:
Este es mi fiel compañero de incursiones en el Valle. Fue militar cuando encarnado y necesita entrenarse en el trato con los delincuentes, pues ejerció su actividad sin la necesaria benevolencia para con los malhechores. También fue socorrido del Valle, a través de nuestra modesta ayuda, pues una gran decepción amorosa lo condujo al auto-aniquilamiento. Aprovechamos su robusta apariencia de soldado para intimidar a los espíritus delincuentes que nos amenazan en las incursiones por estos sombríos caminos.
– Además, alimenté el odio en las batallas y necesito purificar mi alma – añadió Olegario, con sinceridad en las palabras.
Realmente, Olegario era un compañero servicial, indispensable en mis excursiones por el Valle.
Fue designado para servir a mi lado por la dirección de Puertas del Valle, por habernos tomado sincera amistad a lo largo de algunos años en los que me empeñé en su reequilibrio.
Me dedicaba tamaña amistad que suplantaba mi capacidad de merecerla, pues no hiciera por él más que mi sincera obligación.
Aunque guardase la distinción y el respeto, impuestos por la disciplina militar, en realidad me servía como un enfermero, además de encargarse de nuestra defensa cuando era necesario.
Su presencia nos aseguraba confianza y tranquilidad en el servicio.
Caminando a nuestro lado, silenciosa y humilde, Adelaide apenas sonreía y nos seguía con su dulce expresión, despertando de inmediato el interés de Héctor, que suscitaba, con mirada indagadora, qué justificaba aquélla delicada presencia femenina en nuestra pequeña caravana. Me adelanté entonces a presentarla:
– Aquí tenemos a Adelaide, nuestra aprendiz. Es la segunda vez que incursiona en las cavernas, pero su serenidad nos habla de un espíritu seguro y confiado en las directrices de lo Alto. Como el amigo puede percibir, su alma emana bondad y ternura, dispensando mayores presentaciones.
– Vengo de la Escuela de los Samaritanos – continuó Adelaide, levemente amilanada por las consideraciones que teníamos a su respecto – y estoy en tarea de entrenamiento. No basta tener el deseo de servir, es necesario estar preparada para el servicio, como todos saben. Por eso, la mejor manera de que se fije el aprendizaje es el ejercicio del trabajo, sobre la orientación de quién puede instruirnos. Quiero observar para aprender, pero también ayudar, si es posible, sin importunar.
– Es una alegría conocerte, querida hermana – respondió Héctor. – La humildad de tus palabras trae inmensa sabiduría, por eso, tengo la certeza de que tus objetivos serán alcanzados.
– La hermana, entretanto, es la única que no fue socorrida del Valle y no trae en su historia el drama del auto-exterminio – me apresé a considerar.
– Deseé conocer el Valle porque tuve una hija querida que de aquí fue socorrida. Yo no tenía, en aquélla época, condiciones de ayudarla y no podía ni siquiera visitarla, pues la simple aproximación de las vibraciones de estas plagas abismales me paralizaban las fuerzas, afectándome la frágil organización espiritual. Me sentía desvalida e infeliz por no poder hacer nada y por eso, decidí empeñarme en el esfuerzo de aprender a servir a quien más precisa. Comprendí con Jesús, que no son los sanos los que necesitan de socorro, sino los enfermos. Y los impuros de esas Sombras son las criaturas más necesitadas que he visto en los paisajes espirituales, donde vigila el dolor. Hoy ya traigo el espíritu más fortalecido y puedo caminar por aquí sin que el horror me paralice. Quiero conocer de cerca los servicios socorristas y adiestrarme en ellos, como una manera de recompensar a la vida por lo mucho que recibí, a través del amparo a mi hija.
No convenía, sin embargo, alargar más nuestras conversaciones, pues llegamos ante los enormes portones que nos permitirían la entrada en el Valle y, con excepción de Olegario que ya se encontraba convenientemente ambientado por sus diarias incursiones, debíamos iniciar el adensamiento periespiritual sin demora.
Ya entrenados en los procedimientos habituales, comenzamos a alterar el ritmo respiratorio con el fin de absorber, a largas bocanadas, los fluidos reinantes.
Adelaide, aún poco experimentada en este ejercicio, demandaba mayor tiempo a fin de promover la condensación progresiva.
Le sosteníamos del brazo, pues a cada inspiración se tambaleaba, un tanto mareada, pero, ya consciente de los procedimientos, no tardó en obtener los resultados esperados.
FIN DEL CONTENIDO MEDIÚMNICO
(1) Lucas, 15: 3-7
Publicado en el libro “Ícaro Redimido: La vida de Santos Dumont en el Plano Espiritual“ (Obra mediúmnica) de Gilson Teixeira Freire y el Espíritu Adamastor.
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