La visión global del Espiritismo, abarcando desde las causas primarias hasta la armonía del Universo, ofrece elementos capaces de llevar al hombre a situarse en la vida.
Situarse en la vida significa comprender lo que es, lo que está haciendo y cuál es su destino.
Ello supone resolver el más intrigante y desafiante problema que las personas afrontan.
Al respecto, las posiciones suelen ser extremas.
De un lado la visión fisiológica, que define al hombre como un organismo, un animal dotado de razón, formando parte del medio ambiente, como un elemento dinámico y sin dudas modelador, actuante, pero sin ser nada más que un producto circunstancial o eventual del proceso biológico.
Esa visión, como es obvio, rechaza toda naturaleza extrafísica para las actividades de la inteligencia y el sentimiento.
Una y otro serían resultantes de secreciones hormonales y funciones nerviosas todavía no perfectamente conocidas en su causa y esencia, pero que, de todas maneras, limitarían al ser humano al campo exclusivamente físico.
El mundo es el comienzo y el fin.
La contrapartida espiritualista proporciona como base para el hombre la existencia del alma.
Las distintas corrientes, no obstante, divergen sobre cómo es esa alma, por qué es y hacia dónde va.
Como el espiritualismo en general es más bien una creencia, una revelación atomizada por muchos reveladores, no existe una preocupación en ordenar científicamente las ideas.
Hay una especulación sobre los orígenes y el destino humano.
De un modo panorámico las diversas corrientes encaran la vida terrena como un tributo, una especie de caída o degeneración del espíritu o alma, que se rebajaría al contacto con la “materia”, entendida como cuerpo con sus funciones biológicas.
Otra es la comprensión espírita: El hombre es considerado por ella como un complejo tridimensional, en que entran el espíritu, ser inmortal, inteligente, perfectible; el periespíritu, organismo extrafísico, vehículo de manifestación transitoria, compuesto por fluído (modificación de la materia) imponderable para nuestros sentidos, pero real, concreto y circunscrito , cuanto está sometido a la voluntad del espíritu; y el cuerpo físico, compatible con las vibraciones de orden material, sometido a las leyes de la herencia, pero modelado a partir de las realidades del espíritu.
Tenemos en el hombre entonces, una parte esencial y dos transitorias, ajustadas a las necesidades de manifestación del espíritu, en los dos planos de vibración en que se divide la realidad física de la Tierra: plano material o físico y plano extra-físico o espiritual.
El espíritu es perfectible, o sea, que tiene potencialidad para alcanzar la perfección, que representa el equilibrio total y armónico de los factores creativos que le son propios en relación con la Ley.
Para acceder a tal estado el espíritu vive; vive en los dos planos de la realidad de la Tierra.
Esto es, encarna, ligándose a un cuerpo sometido a los condicionamientos propios de la materia y desencarna, permaneciendo en el plano extrafísico, ligado al periespíritu.
La Tierra es para el espíritu el local, la “morada de la Casa del Padre”, donde ejercita su condición de ser viviente y perfectible.
No es lugar de ostracismo, condena o castigo.
La sociedad refleja la media evolutiva de los espíritus que aquí viven.
El ambiente es adecuarlo al proceso de crecimiento a que todos están sometidos.
Dentro de ese principio podemos reevaluar la posición del hombre en el mundo y comprender la importancia del mundo para el hombre.
Tal reevaluación es necesaria porque la transitoriedad de la vida terrena no puede ser tomada como un factor de desestímulo o alienación.
De hecho que cada uno vive aquí un tiempo muy corto, si bien todo parece indicar que en el futuro la existencia terrena se irá alargando.
Hay sin embargo, otros elementos a considerar.
La Tierra es nuestro campo de perfeccionamiento, de crecimiento.
Aquí desenvolvemos la pasión que nos conduce a la creatividad, al amor.
Como humanidad dominamos a costa de mucho sudor, lágrimas y angustias, todas las latitudes del globo, dilatándole los horizontes.
Sacamos, con aciertos y equivocaciones, a la Tierra de la situación de planeta primitivo, embrionario, llevándolo a las conquistas de la civilización actual.
Es verdad que acumulamos errores.
Los cuales, entre tanto, no son meramente proyecciones del pecado, de la maldad.
En muchas ocasiones fueron la respuesta natural de la inmadurez de la mayoría, de la inexperiencia generalizada.
Aquí, presionados por los desafíos de la vida y por la angustia interior que nos acicateó, desenvolvimos nuestra inteligencia, originamos condiciones para que el pensamiento fluyese cada vez con mayor continuidad y fuese más productivo, creativo.
En la lenta ascensión para el florecimiento del amor construimos la casa, transformándola en hogar; creamos la familia, elevando el instinto sexual por la dignidad de la paternidad y la maternidad.
Es rutina en las grandes religiones y en los profetas la condenación del mundo, como una serpiente tentadora, presta a enrollarse en el alma, destruyendo sus más caros ideales.
El anatema de Sodoma y Gomorra fluye por la boca acusadora de muchos reveladores.
En verdad, pocos tuvieron palabras dóciles y suaves como el Maestro de Nazaret; el joven predicador de la verdad supo apuntar la magnificencia del lirio del campo y exaltar la bellota del roble.
Si repasamos todas las épocas, veremos como una constante las predicciones del fin del mundo, las esperanzas de un Salvador, las leyendas del fuego eterno, del gran cataclismo, del diluvio.
Todo concurriendo en la idea de que la vida es un castigo, una condenación, en lugar de una extraordinaria experiencia de crecimiento y creatividad.
Esas ideas derrotistas, macabras, dolientes, como nos indica el Espiritismo, forman parte de las reminiscencias profundas de las primeras civilizaciones que poblaron la Tierra.
Ellas estaban formadas por espíritus transmigrados de otros planetas, por no haber acompañado el progreso moral de las humanidades en ellos vivientes.
Esa brutal diferenciación del ambiente, el trauma de la separación de una realidad superior en relación con las inhóspitas y primitivas condiciones del planeta terreno permitieron y estimularon las creencias, los mitos, de la caída del espíritu, de la expulsión del paraíso, del pecado original, que todavía hoy forman parte del repertorio mental sedimentado en la mayoría, a pesar de las múltiples encarnaciones y la renovación espiritual de la población.
Al establecer las bases de la Doctrina, Kardec descartó ese aspecto de caída y punición.
Justamente esta es una de las tareas del Espiritismo: valorizar la vida, hacer resaltar que el mundo, la Tierra, es obra de Dios, que la materia es uno de los componentes esenciales del Universo y que no puede ser tomada como sinónimo de pecado, mal o prisión.
Esas ideas sobre el “valle de lágrimas”, caída del espíritu, condenación del mundo, pertenecen al conjunto de concepciones inmaduras, simple error de apreciación, justificables a su debido tiempo, pero insustentables hoy.
Sería lo mismo que continuar defendiendo actualmente las ideas de Ptolomeo sobre la Tierra y el Sol y mantener la condenación de Galileo por haber afirmado que nuestro mundo se mueve en el espacio.
La Tierra es nuestra morada, laboratorio en el que investigamos nuestra naturaleza y creamos nuestro futuro.
En ella necesitamos construir una sociedad justa, humana, basada en la fraternidad, en el respeto a la dignidad del hombre, con sus derechos inalienables a la libertad, de participación en la riqueza que produce y en las decisiones políticas.
En fin, todo el conjunto de necesidades a que se hace acreedora la criatura para desenvolver sus potenciales.
El ser humano se debate en la búsqueda de la felicidad, palabra que encierra un sentido muy relativo, debido a la variedad de apetitos, de expectativas y de circunstancias que delinean el umbral de lo que la felicidad es, en cada momento de la vida.
El Libro de los Espíritus nos da una orientación que nos parece de valor definitivo para nuestro entendimiento.
La encontramos en la pregunta Número 922, así formulada por Kardec:
922 – P: La felicidad terrestre es relativa a la posición de cada uno. Lo que es suficiente para la dicha de uno, constituye para otro motivo de desventura. No obstante ello, ¿existe una medida de la felicidad que sea común a todos los hombres?
R: “Con relación a la vida material es poseer lo necesario. Y para la vida moral, la conciencia tranquila y la fe en el futuro”.
Tal es la condición a que deberá llegarse para construir un mundo mejor, siendo verdad que nadie confundirá lo “necesario” con la idea de privación, de simple sobrevivencia o como un límite de pobreza o miseria.
Se trata, como se observa, de una directriz saludable, claramente en sintonía con las mejores perspectivas del hombre, librándolo del peso de lo superfluo, del consumismo y de todas las extravagancias, que acaban por desgastarlo.
Descartando las ideas punitivas acerca de la vida, el Espiritismo nos muestra que un ansia inembargable domina al individuo, estimulándolo a la procura de niveles vivenciales cada vez mejores, esto es, en los que encuentre el propio equilibrio, se sienta participante, creativo, relacionándose compensatoriamente con los otros, expandiendo su emotividad, en fin, amando.
El espíritu, en su caminata evolutiva, con un comienzo casi exclusivo en el mundo físico, donde se identifica y se siente seguro, aprende por los mecanismos de encarnar – desencarnar – reencarnar, a penetrar, lentamente, en el plano extrafísico inmediato, a los efectos de percibirse como espíritu y cultivar los valores que se combinan con la Ley.
La Ley es, en síntesis, la expresión de la voluntad de Dios, en cuyo pensamiento estamos sumergidos y que establece los principios de equilibrio, reciprocidad y compensación en que cada uno y todos precisamos vivir, alcanzando la plenitud interior, o sea, la felicidad.
No pretendemos sintetizar todo el complejo proceso de decisión en que el espíritu se compromete, trazando el rumbo de sus pasos a través del tiempo.
Podemos decir, empero, que a partir de un determinado momento adquiere la libertad de escoger, el libre arbitrio, que significa también el nacimiento de la responsabilidad.
De ahí en adelante el uso de los instrumentos de la vida es, cada vez más, de su directa incumbencia.
Experimentando necesariamente en el camino de la ignorancia, puede desvincularse o no, desde luego, de actitudes que le comprometan el andar.
Es cierto que atraviesa invariablemente los senderos del egoísmo natural y de las pasiones.
Hay los que siguen hacia el frente y los que se atrasan.
Es de estos últimos que hablaremos.
Decir que son mayoría sería precipitarnos en un terreno meramente especulativo.
En ese aprendizaje el espíritu, tanto encamado como desencarnado, pero en especial en la primera condición y por lo menos inicialmente, crea principios morales, desencadena procesos de acción y reacción, se sumerge en conflictos emocionales, se ejercita en el orgullo, se estanca en el egoísmo, en ciclos de dificultades, conflictos y respuestas angustiantes, que la vida siempre da.
En ese cuadro aparentemente caótico, como el buscador de diamantes entre los cascajos, selecciona primero lentamente y luego cada vez con mayor celeridad las propias emociones, crece en sí mismo buscando la meta del amor, que signifique estados de paz, que le permitan crear, porque sólo en la actividad creativa, aún en su plano inferior, es que la vida se justifica.
Encontramos en la estructura social del mundo fundamentos éticos como, entre otros, la moral cristiana, que establecen conceptos altamente equilibrantes para la vida humana.
El comportamiento personal y colectivo resulta sin embargo, igualmente conflictivo con esos valores.
¿Cómo comprender el abandono, individual o colectivo, de tales elementos positivos, en favor de actitudes negativas y disgregadoras?
El análisis espírita del hombre y de la vida permite desplazar el centro de apoyo de la estructura social hacia dimensiones dinámicas, deshaciendo el circuito cuna-tumba, mostrando el antes y el después del presente, formando enlaces de comprensión del porqué de las cosas.
El espírita ve la sociedad compuesta de espíritus en vías de exteriorizar estados evolutivos propios, en los actos diarios, en las esquematizaciones sociales y percibe las ansias de esos mismos espíritus en buscar, aunque no sea más que en el plano teórico, comportamientos más satisfactorios, personales y colectivos.
Por eso, el espiritista niega los valores del mundo, en cuanto permanezcan en el nivel de la inmediatez y en el desconocimiento de los componentes espirituales de la vida; esa negación no significa condenación.
Niega en el sentido de trascender, de reevaluar y de salir hacia comportamientos renovadores, que exterioricen su manera de ver la vida.
Para conseguir eso, él conforma su propia conciencia y se mantiene en ella independientemente de que sea o no aceptada por la mayoría, porque se sabe minoría, porque entiende que asumió una posición definida y trabaja para concretarla como hecho real en la propia existencia.
Por Jaci Regis
Tomado del libro Comportamiento Espírita.