Así, entre ellos los hay cuyos moradores son aún más inferiores que los de la Tierra, física y moralmente.
Otros están en la misma categoría que el nuestro; y otros son más o menos superiores en todos los aspectos.
En los mundos inferiores la existencia es enteramente material, las pasiones reinan en ellos con soberanía, la vida moral es casi nula.
A medida que esta se desarrolla, la influencia de la materia disminuye, a punto tal que en los mundos más adelantados la vida es, por decirlo así, absolutamente espiritual.
En los mundos intermedios hay una combinación de bien y de mal, con predominio de uno u otro, según el grado de adelanto de quienes habitan en ellos.
Aunque no se puede hacer una clasificación absoluta de los diversos mundos, es posible, conforme a su estado y a su destino, y con base en los matices más sobresalientes, dividirlos de modo general como sigue:
- mundos primitivos, destinados a las primeras encarnaciones del alma humana;
- mundos de expiaciones y de pruebas, donde el mal predomina;
- mundos regeneradores, donde las almas que aún tienen que expiar adquieren nuevas fuerzas y descansan de las fatigas de la lucha;
- mundos felices, donde el bien prevalece sobre el mal;
- mundos celestiales o divinos, morada de los Espíritus purificados, donde el bien reina por completo.
La Tierra pertenece a la categoría de los mundos de expiaciones y de pruebas, por eso en ella el hombre está expuesto a tantas miserias.
Los Espíritus que encarnan en un mundo no están sujetos a él indefinidamente, ni tampoco cumplen allí todas las fases del progreso que deben recorrer para llegar a la perfección.
Cuando han alcanzado el grado de adelanto que ese mundo les permite, pasan a otro más adelantado, y así sucesivamente, hasta que llegan al estado de Espíritus puros.
Esos mundos son otras tantas estaciones, en cada una de las cuales encuentran elementos de progreso proporcionados a su adelanto.
Pasar a un mundo de orden más elevado es para ellos una recompensa, del mismo modo que constituye un castigo prolongar su permanencia en un mundo desdichado, o ser relegados a otro aún más infeliz que aquel que se ven obligados a abandonar cuando se obstinan en el mal.
Por Allan Kardec
Texto extraído del libro El Evangelio según el Espiritismo