Amalia Domingo Soler ha escrito:
Cuando un pensamiento o una impresión os incline a corregir un defecto o el arrebato de una pasión, ya sea de palabra, obra o trabajo puramente mental, no esperes nunca el mañana para corregiros, sino al momento, enseguida, porque esperando podréis encontraros en el día de vuestra transformación, y entonces tendréis que sufrir las consecuencias de vuestra pereza en obrar.
Muchos piensan y dicen: Cuando vea que se acerca mi hora y note señales de que se aproxima el final de mi existencia, tomaré una resolución.
¡Mala manera de pensar es ésa! Cada día tenéis avisos con las impresiones que os hacen sentir los Espíritus, y además, los dolores físicos os indican que vuestro organismo pierde sus energías y que se os va acercando la hora de rendir cuentas.
Si aprovecháis estos avisos y sois prontos en obrar bien, en lugar de sostener vuestros defectos, pagaréis ya de momento una parte de vuestras deudas y vuestras responsabilidades se irán extinguiendo, con lo que os prepararéis dignamente para esa hora solemne en que se presenta la muerte.
Si muchos obraran del modo que os indico, no se encontrarían en situación comprometida cuando se les cumpla el lazo; pero la generalidad de vosotros pensáis y decís: Aún queda tiempo, y aunque os atormenten cruelmente los dolores físicos resistís las molestias con valor, valor que empleado en mejor causa os serviría de gran provecho en vuestra resistencia; procuráis distraeros y decís… mañana … mañana haré principio a mi enmienda, hoy es demasiado pronto, y seguís con los mismos deseos impuros, soñando en goces que os traerán después males sin cuento.
Esto le dice un Espíritu a un hermano mío en creencias, y en verdad que tiene razón el Ser de ultratumba; siempre dejamos para mañana el cumplimiento de una obra buena; en cambio nos apresuramos para pensar mal de nuestro prójimo, para esto ¡qué diligentes somos! …
Sí, nuestra lengua enmudece a fuerza de amonestaciones y consejos de los Espíritus, quienes tanto se ocupan de la murmuración, de lo que es nuestro pensamiento.
Ése trabaja sin cesar censurando las acciones de los otros, y ¡cuántas veces motejamos de indolentes y de perezosos a los que nos rodean y nosotros somos los primeros en dejar para mañana lo que debíamos hacer hoy!…
No te canses de escribir sobre ese tema (me dice un Espíritu), todo cuanto se diga referente a dicho asunto es poco en comparación de los gravísimos perjuicios que proporciona ese vicio (que hasta parece insignificante) de dejar para mañana el trabajo que debería hacerse hoy.
¿Qué son unas cuantas horas en el reloj del tiempo? Si dejáis pasar horas y días de manera improductiva decís bostezando con indiferencia: ¡Si hay tantos días por delante! …
Sí, hay muchos días, pero cada día tiene su trabajo marcado, y cuando ese trabajo no se ejecuta, comienza el desequilibrio de la vida de aquel que no lo realiza.
Lo sé desgraciadamente por experiencia. Yo he sido víctima de mí mismo; el mañana ha sido mi condenación (no diré eterna) porque nunca es superior el castigo a la culpa; pero sí lo bastante prolongada para un lamentable estacionamiento, no solo en una existencia, sino en varias encarnaciones.
Siempre he llegado a toda partes una hora más tarde de lo que debía llegar, y en hora a veces se han desarrollado ¡tantos dramas! ¡Drama, peor aun!, ¡tragedias!
En mi última existencia fue mi defecto capital la pereza.
Hijo único, mis padres me quisieron tanto que no supieron combatir mi indolencia; temiendo perderme me dejaron crecer sin corregir mis malas condiciones.
Como tenían con qué vivir no se apenaban por pensar en mi porvenir, el que ellos creían completamente asegurado, por eso llegué a los veinte años sin saber apenas los primeros rudimentos de la educación elemental.
Un hermano de mi padre, capitán de un buque mercante, hombre muy práctico y muy conocedor de la vida, les habló muy claro a mis padres, pintándoles con los más negros colores mi porvenir.
Mi madre, que me adoraba, no dejaba de reconocer que yo era un haragán en toda regla, inútil para todo estudio y para todo trabajo manual, y aunque tarde, trató de enmendar su yerro entregándome al hermano de mi padre para que éste hiciera de mí un hombre de provecho.
Emprendí el primer viaje y cambié bastante en mi modo de ser, viendo en torno mío hombres excelentes que trabajaban todo el día sumisos y contentos.
Mi preceptor se impuso el trabajo de enseñarme a leer y a escribir correctamente, no cejando en su empeño a pesar de mi nativa indolencia, la que siempre me impulsaba a dejar para mañana lo que podía hacer hoy con tiempo sobrado.
Un año hacía que estaba viajando, cuando estando en Marsella recibí carta de mi madre diciéndome que inmediatamente me pusiera en camino porque mi padre estaba gravemente enfermo.
Su hermano no pudo dejar el buque en aquellos momentos y yo marché solo encaminándome a la casa paterna, pero por la mitad del camino quise hacer noche para descansar dejando para mañana la continuación del viaje.
Al día siguiente se rompió una rueda de la silla de posta que debía conducirme a casa de mis padres, por lo que perdí otro día porque no se me ocurrió buscar otro vehículo, y cuando llegué al hogar paterno hallé a mi padre de cuerpo presente y a mi madre completamente desesperada diciéndome con amargura:
-Ahora recojo el fruto de mi criminal condescendencia para contigo, de seguro que no has venido directamente, que te has entretenido por el camino.
Confesé mi falta, y mi madre me recriminó tan duramente, que por primera vez me avergoncé de mí mismo.
Dejé de viajar por acompañar a mi madre y por manejar el caudal que había dejado mi padre, pero era tanta mi desidia y mi indolencia, dejando siempre para mañana los asuntos más urgentes, que mi fortuna comenzó a disminuir de tal modo, por lo que mi madre se alarmó seriamente.
Para ver si despertaba mi actividad concertó mi matrimonio con una joven muy buena que se enamoró de mí locamente, y yo de ella, pero mi amor no fue bastante para desarraigar mi capital defecto: seguí siendo tan indolente como antes.
Tuve que emprender un largo viaje porque el hermano de mi padre me llamó a su lado para entregarme todos sus ahorros, pues se sentía morir.
Mi prometida durante mi ausencia entró en un convento, jurándome que sería de mí o de Dios.
Mi viaje debía durar un año, pero debido a mi pereza dejé para mañana diversos asuntos, y después de haber cumplido con mi antiguo preceptor, de cerrarle los ojos y dejarle en la tumba, dejé pasar la salida de un buque y perdí seis meses sin poderme embarcar por no haber buque que zarpara para mi país, y cuando me encontraba dispuesto con todos mis asuntos terminados caí ligeramente enfermo y no traté de combatir el mal, por lo que perdí nuevamente la ocasión de embarcarme.
Como siempre, me decía a mí mismo: escribiré mañana. Mi madre y mi prometida me lloraron por muerto, y cuando al fin llegué a mi hogar, sin haber avisado mi llegada, supe por los criados que mi madre estaba en la iglesia del convento donde había profesado aquel día mi prometida. Esta infeliz, al enterarse de mi vuelta, se arrojó a la calle desde lo más alto del campanario.
No quiso vivir sin mí, y mi madre se impresionó de tal manera con mi llegada y con la muerte de la pobre monja, que en pocos días se fue al cementerio, y yo sin perder la razón del todo, me quedé de un modo que no era útil ni para mí mismo.
Mis bienes, entregados a manos extrañas, desaparecieron por completo; llegué a mendigar mi sustento y muchos, mofándose de mí, me decían: -Vuelva mañana.
Pasé hambre y sed, me encontré sin tener dónde guarecerme; y así viví muchos años en la mayor indigencia, escuchando las burlas de los chicuelos que me decían: -¿No comes hoy? Ya comerás mañana.
Nadie corrió nunca para socorrerme. ¡No lo merecía! …
Perdí mi nombre y mi apellido y me pusieron el mote de Juan Mañana.
Cuando los chiquillos callejeros me veían pasar y gritaban: -¿Dónde vas, Juan Mañana? Recobraba por un momento la lucidez de mis ideas y sufría mucho recordando mi juventud, en la que fui tan querido, tan respetado, tan atendido. ¡Y todo era obra mía!
Tuve padres amorosísimos, tuve un preceptor que de muy buena fe quiso hacer de mí un hombre de provecho, tuve una mujer que me amó tanto que prefirió la muerte a vivir separada de mí, tuve bienes suficientes para disfrutar moderadamente de todos los goces de la existencia terrena.
No tuve ningún defecto físico, y si bien en mi niñez no disfruté de robustez, en mi juventud adquirí el desarrollo necesario para ser lo que ahí llamáis un buen mozo: alto, esbelto, vigoroso; era un ser simpático, reunía pues todas las condiciones para haber sido relativamente feliz, y fui en cambio profundamente desgraciado.
¡Y todo fue obra mía! … Hasta para morir tuve pereza de ir al hospital, y me dije: ya irás mañana, y en el portal de una casa ruinosa donde nos reuníamos varios mendigos todas las noches, allí exhalé mi último suspiro, permaneciendo junto a mis restos hasta que vinieron los enterradores que, al llegar al cementerio, me tiraron brutalmente, diciéndose unos a otros: le enterramos mañana, así le daremos gusto, ya que el pobrete todo lo dejaba para hacerlo mañana.
¡Cuánto daño me hizo aquella burla tan cruel! … Gracias y, como a nadie le falta quién le ame, mis padres fueron los encargados de alejarme del cementerio; allí dejé mi cuerpo insepulto sobre el que caía copiosa lluvia, como si las nubes compasivas lloraran ante tanta desventura, y cuando me di cuenta de mi verdadero estado hice firme propósito de enmienda siendo mi trabajo actual correr tras los indolentes inspirándoles la mayor actividad, asociándome gustoso a todos aquellos que quieren trabajar en bien de la Humanidad.
¡He perdido tantos siglos!.. ¡He derrochado tantos bienes materiales e intelectuales! … ¡he sido dueño de tantos tesoros! … ¿y o para qué? Para ser en mi última existencia el hazmerreír de la plebe y llevar por mote ¡Juan Mañana! ¡Juan Mañana! ¡Que en otro siglo escribió su nombre con letras de oro en gran libro de la historia! ¡Cómo se desciende cuando se convierte uno en juguete de sus vicios!…
Es verdad que nada he perdido de lo que he ganado, que mañana cuando vuelva a Tierra seré un trabajador incansable; que haré de la noche día, y me aprovecharé de mis conocimientos adquiridos para ser a la vez artista y filósofo, historiador y gran político; todas las manifestaciones del saber humano me parecerán pocas para emplearlas en mi existencia, y seré un modelo de actividad y de generosas iniciativas.
¡Cuánto me complace soñar en mi mañana! ¡Seré grande entre los grandes! ¡Sabio entre los sabios! ¡Bueno entre los buenos! Adiós.
Gran enseñanza encierra la comunicación que acabo de recibir, y si yo no fuera avara del tiempo, si yo no creyera no se debe dejar para mañana lo que podemos hacer hoy la historia de este Espíritu, mejor dicho, uno de los capítulos de su historia, me hubiera servido para poner en práctica una de las virtudes de que nos habla la doctrina cristiana: contra pereza, diligencia.
Si cada día tiene su propio afán, cada día debemos dejar terminado el trabajo que aquel afán reclama, dejando libres todas las horas del día siguiente, pues ya vendrán nuevos afanes a apoderarse de ellas.
Hay un antiguo adagio que dice: «guardar de comer y que hacer», y es verdad, porque la acumulación del trabajo engendra el cansancio y el obrero cansado no hace obras buenas.
Para trabajar con relativa perfección hay que tener fuerzas acumuladas, lucidez en las ideas y agilidad en los miembros, y esto solo se consigue metodizando el trabajo, dándole al afán de cada día todas las actividades de que podamos poner, para poder decir al llegar a la noche y entregarnos descanso: Señor, si el tiempo es oro, yo he sacado hoy de esa mina todos los filones que he podido para enriquecerme en talento y en virtudes.
Por Amalia Domingo Soler. Publicado en el libro «Hecho que Prueban»
Puedes descargarlo desde este enlace de la Sociedad Española de Divulgadores Espíritas: https://bibliotecaespirita.es/hechos-que-prueban/