Hay varias causas para eso; la primera es, indiscutiblemente, como lo hemos explicado en varias circunstancias, la satisfacción moral que el Espiritismo propicia a aquellos que lo comprenden y lo practican; pero esa propia causa recibe su fuerza, en parte, del principio de la reencarnación.
Es lo que vamos a intentar demostrar. Toda persona que reflexiona no puede dejar de preocuparse por su futuro después de la muerte, y eso realmente vale la pena.
¿Quién es la persona que no atribuya a su situación en la Tierra, durante algunos años, más importancia que a la de algunos días?
Incluso se hace más: durante la primera parte de la vida, se trabaja, se fatiga, se imponen todos los tipos de privaciones para proporcionarse, en la otra mitad, un poco de reposo y de bienestar.
Si se toman tantos cuidados para algunos años eventuales, ¿no es más racional tomar aún más cuidados para la vida de ultra tumba, cuya duración es ilimitada?
¿Por qué la mayoría trabaja más para el presente fugaz que para el futuro sin fin?
Es que se cree en la realidad del presente y se duda del futuro; ahora bien, solamente se duda de lo que no se comprende.
Al ser comprendido el futuro, la duda cesará.
A los propios ojos de aquella persona que, en el contexto de las creencias comunes, es la más convencida de la vida futura, ésta se presenta de un modo tan vago que la fe no siempre basta para comprenderla de una manera precisa, y tiene más características de hipótesis que de realidad.
El Espiritismo viene a eliminar esa incertidumbre por medio del testimonio de aquellos que vivieron y de pruebas, de alguna manera, materiales.
Toda religión se basa necesariamente en la vida futura y todos los dogmas convergen forzosamente hacia ese objetivo único; es con el fin de alcanzar ese objetivo que se los practica y la fe en esos dogmas va en razón de la eficacia que uno cree que poseen para lograr el objetivo.
La teoría de la vida futura es, pues, la piedra angular de toda doctrina religiosa; si esa teoría se equivoca en la base; si abre campo a objeciones serias; si se contradice a sí misma; si se puede demostrar la imposibilidad de ciertas partes, todo se derrumba: primero viene la duda, a la duda le sucede la negación absoluta, y los dogmas son arrastrados en el naufragio de la fe.
Se ha creído que se escaparía del peligro al proscribir el examen y al hacer de la fe ciega una virtud; pero pretender imponer la fe ciega en este siglo es desconocer el tiempo en el que vivimos; las personas reflexionan sin que haya consentimiento para eso; examinan inevitablemente; quieren saber el porqué y el cómo.
El desarrollo de la industria y de las ciencias exactas enseña a mirar el terreno sobre el que se pisa.
Es por eso que se sondea el terreno sobre el que se dice que se caminará después de la muerte.
Si no se lo considera sólido, es decir, lógico, racional, uno no se interesa en él. Por más que se haga, no se llegará a neutralizar esa tendencia, porque es inherente al desarrollo intelectual y moral de la humanidad. Según algunos, es un bien; según otros, es un mal; sea cual sea la manera en la que se considere esa tendencia, es necesario adaptarse a ella, queriéndolo o no, pues no hay medio de hacerlo de otro modo.
La necesidad de conocer y de comprender se traslada de las cosas materiales a las cosas morales.
La vida futura, sin duda, no es algo palpable como un ferrocarril ni como una máquina a vapor, pero puede ser comprendida por el razonamiento.
Si el razonamiento en virtud del cual se busca demostrar la vida futura no satisface a la razón, se rechazan las premisas y conclusiones.
Interrogad a aquellos que niegan la vida futura y todos os dirán que han sido conducidos a la incredulidad por el propio cuadro que se les hace de la vida futura con su cortejo de diablos, de llamas y de penas sin fin.
Todas las cuestiones morales, psicológicas y metafísicas están relacionadas, de una manera más o menos directa, con la cuestión del futuro; resulta que de esa última cuestión depende, de alguna manera, la racionalidad de todas las doctrinas filosóficas y religiosas.
El Espiritismo viene, a su vez, no como una religión, sino como doctrina filosófica, a traer su teoría apoyada en el hecho de las manifestaciones; no se impone; no exige confianza ciega; se postula como candidato y dice: «Examinad, comparad y juzgad; si encontráis algo mejor que lo que os doy, tomadlo». No dice: «Vengo a minar los fundamentos de la religión y reemplazarla por un culto nuevo». Dice: «No me dirijo a aquellos que creen y que están satisfechos con sus creencias, sino a aquellos que desertan de vuestras filas por la incredulidad y que no habéis sabido o podido retener; vengo a darles, respecto a las verdades que ellos rechazan, una interpretación que satisfaga a la razón y que se las haga aceptar; y la prueba de que tengo éxito es el número de aquellos que retiro del atolladero de la incredulidad.
Escuchadlos y todos ellos os dirán: “Si me hubieran enseñado esas cosas de esta manera desde mi infancia, jamás habría dudado; ahora creo porque comprendo”».
¿Debéis rechazarlos porque aceptan el espíritu y no la letra, el principio en lugar de la forma?
Sois libres para hacerlo; si vuestra conciencia os hace de eso un deber, nadie piensa en violentarla, pero diré, sin embargo, que eso es un error; digo más: es una imprudencia.
La vida futura es, como lo hemos dicho, el objetivo esencial de toda doctrina moral; sin la vida futura, la moral ya no tiene base.
El triunfo del Espiritismo está precisamente en la manera en la que presenta el porvenir.
Además de las pruebas que da de él, el cuadro que hace sobre el porvenir es tan claro, tan simple, tan lógico, tan conforme con la justicia y la bondad de Dios, que uno involuntariamente se dice: «Sí, es así mismo que eso debe ser, es así como lo he soñado y si no he creído es porque me habían afirmado que era diferente».
¿Pero qué da a la teoría del porvenir una fuerza semejante?
¿Qué le hace granjear tan numerosas simpatías?
Decimos que es su lógica inflexible, es porque resuelve dificultades hasta entonces insolubles, y eso, esa teoría se lo debe al principio de la pluralidad de las existencias.
De hecho, suprimid ese principio y mil problemas, todos más insolubles unos que otros, se presentan enseguida; se tropieza a cada paso contra objeciones innumerables.
Esas objeciones no se las hacía antaño, es decir, no se reflexionaba sobre ellas; pero, hoy en día, que el niño se ha vuelto hombre quiere ir al fondo de las cosas; quiere ver claro en el camino en el que es conducido; sondea y pesa el valor de los argumentos que se le da y, si no satisfacen a la razón, si lo dejan en la vaguedad y en la incertidumbre, los rechaza esperando algo mejor.
La pluralidad de las existencias es una clave que abre nuevos horizontes, que da una razón de ser a una multitud de cosas incomprendidas, que explica lo que era inexplicable; concilia todos los acontecimientos de la vida con la justicia y la bondad de Dios; he aquí el motivo por el cual aquellos que llegaban a dudar de esa justicia y de esa bondad reconocen ahora el dedo de la Providencia donde antes se habían negado a admitirlo.
Sin la reencarnación, de hecho, ¿a qué causa atribuir las ideas innatas; cómo justificar la idiocia, el cretinismo, el salvajismo al lado del genio y de la civilización; la profunda miseria de unos al lado de la dicha de otros, las muertes prematuras y tantas otras cosas?
Desde el punto de vista religioso, ciertos dogmas, tales como el pecado original, la caída de los ángeles, la eternidad de las penas, la resurrección de la carne, etc., encuentran en ese principio una interpretación racional que hace que el espíritu sea aceptado por aquellos mismos que rechazaban la letra.
En resumen, el hombre actual quiere comprender; el principio de la reencarnación arroja luz sobre lo que estaba oscuro; he aquí el motivo por el cual decimos que ese principio es una de las causas que hacen que se acoja al Espiritismo con benevolencia.
La reencarnación, se dirá, no es necesaria para creer en los Espíritus y en la manifestación de ellos y la prueba es que hay creyentes que no la admiten.
Eso es verdadero; por esa razón, no decimos que no se pueda ser un muy buen Espírita sin eso; no estamos entre aquellos que arrojan la piedra a quien no piensa como nosotros.
Decimos solamente que ellos no han tratado todos los problemas que suscita el sistema unitario, sin eso habrían reconocido la imposibilidad de dar a esos problemas una solución satisfactoria.
La idea de la pluralidad de las existencias ha sido primeramente acogida con asombro, con desconfianza; después, poco a poco, se ha ido familiarizando con esa idea, a medida que se ha reconocido la imposibilidad de librarse, sin ella, de innumerables dificultades que suscitan la psicología y la vida futura.
Es un hecho cierto lo que ese sistema gana de terreno todos los días y lo que el otro pierde todos los días.
En Francia, hoy en día, los adversarios de la reencarnación –hablamos de aquellos que han estudiado la Ciencia Espírita– están en un número imperceptible en comparación a los partidarios.
Incluso en América, donde los adversarios son los más numerosos, por las causas que hemos explicado en nuestro número anterior, el principio de la pluralidad de las existencias empieza a popularizarse, de donde se puede concluir que no está lejos el tiempo en el que no habrá ninguna disidencia bajo ese aspecto.
Por Allan Kardec
Extractos de la Revista Espírita – Periódico de Estudios Psicológicos, abril de 1862