Utilidad de la enseñanza de los Espíritus
Un escritor político distinguido, por cuyo carácter profesamos la más profunda estima y que siente simpatía hacia la Filosofía Espírita, pero a quien la utilidad de la enseñanza de los Espíritus no le ha sido demostrada todavía, nos escribe lo siguiente:
«…Creo que la humanidad estaba, desde hace mucho tiempo, en posesión de los principios que habéis expuesto, principios que amo y defiendo sin el auxilio de las comunicaciones espíritas, lo que no quiere decir, notadlo bien, que yo niegue el auxilio de las luces divinas.
Cada uno de nosotros recibe ese auxilio dentro de un cierto límite, según el grado de su buena voluntad, de su amor al prójimo y también de acuerdo con la misión que tiene que cumplir durante su paso por la Tierra.
No sé si vuestras comunicaciones os han puesto en posesión de una sola idea, de un solo principio que no haya sido anteriormente expuesto por la serie de filósofos y pensadores que, después de Confucio hasta Platón, Moisés, Jesucristo, San Agustín, Lutero, Diderot, Voltaire, Condorcet, Saint-Simon, etc., han hecho progresar nuestro humilde planeta.
No lo creo y, si me engaño, os estaré muy reconocido del esfuerzo que haréis para demostrarme mi error.
Notad bien que no condeno vuestros procedimientos espíritas: los creo inútiles para mí, etc.»
Mi caro señor, voy a contestar con algunas palabras vuestra pregunta.
No tengo ni vuestro talento ni vuestra elocuencia, pero trataré de ser claro no solamente para vos, sino para mis lectores, a quienes mi respuesta les podrá servir de enseñanza.
Es por eso que os la doy por medio de mi periódico.
Primeramente, diré que hay dos opciones: o las comunicaciones con los Espíritus existen o no existen.
Si no existen, millones de personas que se comunican diariamente con ellos se hacen una extraña ilusión y yo mismo habría tenido una singular idea al atribuir a los Espíritus aquello con lo que me hubiera podido dar mérito; pero no es tan útil discutir este punto, ya que no lo ponéis en duda.
Si esa comunicación existe, debe tener su utilidad, porque Dios no hace nada inútil; ahora bien, esa utilidad resulta no solamente de esa enseñanza, sino también y sobre todo de las consecuencias de esa enseñanza, como lo veremos prontamente.
Decís que esas comunicaciones no enseñan nada nuevo aparte de lo que ya ha sido enseñado por todos los filósofos desde Confucio, de donde concluís que son inútiles.
El proverbio «No hay nada nuevo bajo el Sol» es perfectamente verdadero y Edouard Fournier lo ha demostrado claramente en su interesante obra Vieux neuf.
Lo que él dice sobre las obras de la industria es igualmente verdadero en materia filosófica y eso por una razón muy simple: es que las grandes verdades son de todos los tiempos y, en todos los tiempos, se han debido revelar a las personas geniales.
¿Pero del hecho de que una persona haya formulado una idea se deduce que aquel que la formule después de esa persona sea inútil?
¿Sócrates y Platón no enunciaron principios de moral idénticos a los de Jesús?
¿Se debe concluir de eso que la Doctrina de Jesús ha sido una superfluidad?
Según ese razonamiento, muy pocos trabajos serían de una utilidad real, ya que se puede decir de la mayoría que otro ha tenido el mismo pensamiento y que basta haber recurrido a él.
Vos mismo, mi caro señor, que consagráis vuestro talento al triunfo de las ideas de progreso y de libertad, ¿qué decís que cien otros no hayan dicho antes que vos?
¿Se debe concluir de eso que deberíais callaros? No lo creáis.
Confucio, por ejemplo, proclama una verdad, luego una, dos, tres, otras cien personas vienen después de él y la desarrollan, la completan y la presentan bajo otra forma, de modo que esa verdad, que fue dejada en el olvido de la historia y como privilegio de algunos eruditos, se popularice, se infiltre en las masas y acabe por volverse una creencia común.
¿En qué se habrían convertido las ideas de los filósofos antiguos si no hubieran sido retomadas en sus bases y apuntaladas por escritores modernos?
¿Cuántos las conocerían hoy en día? Es así que cada uno, a su vez, viene a dar su golpe de martillo.
Supongamos, pues, que los Espíritus no hayan enseñado nada nuevo; que no hayan revelado la más pequeña verdad nueva; que, en pocas palabras, sólo hayan hecho repetir todas aquellas que han profesado los apóstoles del progreso, ¿no significa nada, pues, que esos principios sean enseñados hoy en día por las voces del mundo invisible, en todas las partes del mundo, en el interior de todas las familias, desde el palacio hasta la choza? ¿No significan nada, pues, esos millones de golpes de martillo dados todos los días, a toda hora y en todos los lugares?
¿Creéis que las masas no son más tocadas e impresionadas por eso, viniendo de sus parientes o amigos, que por las máximas de Sócrates y de Platón, que jamás han leído o que sólo conocen por el nombre? ¿Cómo, vos, mi caro señor, que combatís los abusos de todo tipo, podéis desdeñar un auxiliar semejante?
¿Un auxiliar que golpea todas las puertas, desafiando todas las consignas y todas las medidas inquisitorias?
Ese auxiliar en solitario, tendréis un día la prueba, triunfará sobre todas las resistencias, porque vence los abusos por la base al apoyarse sobre la fe que se apaga y que él viene a consolidar.
Predicáis la fraternidad en términos elocuentes, está muy bien y os admiro; pero ¿qué es la fraternidad con egoísmo?
El egoísmo será siempre el grave escollo para la realización de las ideas más generosas; los ejemplos antiguos y recientes no faltarán para apoyar esa proposición.
Por lo tanto, se debe arrancar el mal de raíz y, para eso, combatir el egoísmo y el orgullo, que han hecho y harán abortar los proyectos mejor concebidos.
¿Y cómo destruir el egoísmo bajo el imperio de las ideas materialistas, que concentran la acción de las personas sobre la vida presente?
Para aquel que nada espera después de esta vida, la abnegación no tiene ninguna razón de ser; el sacrificio es un engaño, porque se debería sacar provecho de los cortos disfrutes de este mundo.
Ahora bien, ¿quién da mejor que el Espiritismo esa fe inalterable en el futuro?
¿Cómo el Espiritismo ha logrado triunfar sobre la incredulidad de un número tan grande de personas, domar tantas malas pasiones, si no es por las pruebas materiales que da, y cómo puede dar esas pruebas sin las relaciones establecidas con aquellos que ya no están en la Tierra?
¿No significa nada, pues, haber enseñado a las personas de donde vienen, adonde van y el futuro que les está reservado?
La solidaridad que el Espiritismo enseña ya no es más una simple teoría: es una consecuencia forzosa de las relaciones que existen entre los muertos y los vivos; relaciones que hacen de la fraternidad entre los vivos no solamente un deber moral, sino también una necesidad, porque es de interés para la vida futura.
¿Las ideas de castas, de prejuicios aristocráticos, productos del orgullo y del egoísmo, no han sido, en todos los tiempos, un obstáculo para la emancipación de las masas?
¿Basta decir en teoría a los privilegiados de nacimiento y de fortuna: «¡Todas las personas son iguales!»?
¿El Evangelio ha sido suficiente para persuadir a los cristianos poseedores de esclavos que esos esclavos son sus hermanos?
Ahora bien, ¿qué puede destruir esos prejuicios, qué equipara mejor a todos sino la certidumbre de que, en los últimos rangos de la sociedad, se encuentra a seres que ocuparon lo alto de la escala social; que, entre nuestros siervos, entre aquellos a quienes les damos limosnas, puede encontrarse a parientes, a amigos, a personas que nos dieron órdenes; que aquellos, en fin, que están en lo alto ahora pueden bajar al último escalón?
¿Es, pues, una enseñanza estéril para la humanidad?
¿Esa idea es nueva? No; más de un filósofo la ha emitido y ha presentido esta gran ley de la justicia divina; ¿pero no significa nada dar de eso la prueba palpable, evidente?
Muchos siglos antes de Copérnico, Galileo y Newton, la redondez y el movimiento de la Tierra habían sido establecidos como principios; esos sabios vinieron para demostrar lo que los otros sólo habían sospechado; del mismo modo ocurre con los Espíritus que vienen a probar las grandes verdades, que permanecían en estado de letras muertas para la gran mayoría, al darles como base una ley de la naturaleza.
¡Ah, mi caro señor! Si supierais como yo cuántas personas, que habían sido trabas para la realización de las ideas humanitarias, han cambiado su manera de ver y se vuelven, hoy en día, los paladines de ellas gracias al Espiritismo, no diríais que la enseñanza de los Espíritus es inútil; la bendeciríais como la tabla de salvación de la sociedad y desearíais ansiosamente su propagación.
¿Es, por lo tanto, la enseñanza de los filósofos lo que les había faltado a esas personas?
No, pues la mayoría está compuesta de personas esclarecidas, pero para ellas los filósofos eran soñadores, utopistas, habladores; diría revolucionarios; era necesario tocarles el corazón y lo que les ha tocado es las voces de ultra tumba que se han hecho oír en su propio hogar. Permitidme, caro señor, quedar por hoy aquí; la abundancia de temas me fuerza a tratar, en el próximo número, la cuestión considerada desde otro punto de vista.
Por Allan Kardec
Extraído de Revista Espírita – Periódico de Estudios Psicológicos, diciembre de 1863